Bajo mi cama, quietas y apretadas una dentro de la otra, mis maletas duermen un sueño de pelusas y quietud, ellas que giraban en la cinta de equipajes de los aeropuertos con un lazo rojo para diferenciarlas enseguida, como me enseñó una de mis amigas, profesora en Florida. La misma maleta que, desde la ventanilla del avión me señaló la niña bonita.
-Mira, mamá, nuestra maleta.
El operario de turno la arrojó al camión y el otro le dio una patada para encajarla en la fila de piezas de lego. Me salió un gemido que se oyó en toda la cabina.
-¡Ay, mi porcelana inglesa!
Unos días en Liverpool y ya había desarrollado gustos de Lady y aprendido que en las Charity, las tiendas de segunda mano, uno encuentra libros por una libra y piezas exquisitas amontonadas como si nada. Y el resto precioso de una vajilla delicada y exquisita yacía en el interior de la maleta tratada a patadas rodeada de papel de burbujas y de ropa sucia. Mi hija estuvo meses riéndose de mi queja y repitiendo a cada rato "Ay, mi porcelana inglesa", aquella que, por cierto, llegó entera, protegida de toda perturbación.
Los viajes son una magulladura en el equipaje que embutimos, apretamos y arrastramos por todos los suelos del mundo. Yo iba a México cargada de regaliz para Nely, a Inglaterra con bolsas de pipas para Ángela, y a Gerona con un hornazo que ocupaba toda la superficie de la maleta para mi hermana. De vuelta acarreaba libros, papeles, artesanía, regalitos varios y chocolatinas del Dutty Free. Eran los tiempos en los que la única forma de conseguir las cosas era viajando y cada ida y venida tenía el gusto del regalo, la incertidumbre de la sorpresa. Cuando entre las cosas de mi abuela encontré una cajita de oninalá que yo le traje de mis primeros viajes a México, lloré los viajes despreocupados, el regreso feliz y mi inconsciencia para atravesar el mundo ligera de equipaje, confiada en mi buena suerte y en mi tenacidad de doctoranda en los tiempos en los que no existía internet y la única manera de investigar era desplazarse al lugar de tu materia, a la caótica ciudad en la que me movía envuelta en la sorpresa de un valiente mundo nuevo. México siempre fue un territorio ignoto al que volar desde la aventura y no ahora, desde el cuidado, el miedo, la culpa de dejar atrás a quien tanto se preocupa?
-Mira lo que te traigo?
Y se desplegaban los colores vivos de la artesanía, los inacabables chocolates de las tiendas del aeropuerto, el detalle pensado para cada uno de los que amamos ¿Qué me traes? Porcelana inglesa y un plato de cerámica para mi madre donde ahora deja las llaves con despreocupación mientras yo me llevo las manos a la cabeza porque es una antigüedad venida también envuelta en un jersey, arrancada al olvido de su dueño. Si mis maletas, esas que duermen bajo mi sueño, contaran las historias de sus periplos, se amontonarían las páginas de una novela bizantina de trenes y vuelos. Mientras, la porcelana inglesa, la artesanía mexicana y marroquí nos miran desde los anaqueles de la memoria. Esa que, ahora, es la única que viaja sin necesidad de equipaje.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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