Antes de la pandemia, la llamada 'España vaciada' estaba al fin copando una parte del debate público. No los y las habitantes de esa España en sí, sino el fenómeno. La idea. Tampoco muy alto, que tampoco se pretende ofender a nadie y, además, tenemos que incluir a todos: hablar de despoblación bien, pero con medias tintas y sin pasarse. Y en todo lo que podamos, nos ponemos de perfil. Que se nos haga casito pero que no molestemos, no vaya a ser que se nos criminalice como llevamos décadas haciendo nosotros mismos con los nacionalismos periféricos.
Y por supuesto, al albor de lo que vende, de lo que se pone de moda, surgen todo tipo de personas y grupos que quieren su cuota de atención. Por aquello de llenar egos, imagino. Y, con ellos, se cuelan los Maestros Liendre. Ya saben, aquellos y aquellas que de todo hablan y de nada entienden. A ver quién se hace suyo el tema, se lleva el gato al agua y consigue "algo". Y digo "algo" porque un servidor ni sabe ni se aventura a decir qué es.
Como si en un manual estuviera recogido, las pautas suelen ser comunes. Para empezar, me apunto al juego de las identidades utilitaristas. Utilitaristas porque cuando me interesa soy español, cuando no castellano, o si no leonés. O salmantino. O ya, por último, el manido "yo soy de pueblo" como argumento definitivo para hablar de la desolación de tantos otros que a sus ojos se quedaron atrás en el pueblo. Siguiendo con su discurso desde Madrid, el del "yo soy de pueblo" continúa afirmando que esto no es cuestión de ideologías, "que en los pueblos la gente no tiene ideología" (sic.). Y que conste ante el lector que esta frase no es mía, que se la escuché esta semana a un senador leonés. O español. O castellanoleonés. O de pueblo. Depende. Pues me perdonará Su Señoría, "yo soy de pueblo", y en los pueblos hay ideologías. De hecho, que Castilla y León sea una autonomía sin encaje identitario común, surgida de sentimientos provincianos impuestos, que se muere sin que la opinión pública se percate y en la que se atomizan numerosos grupos con demandas concretas que individualizan posibles articulaciones comunes, a mí, me parece que tiene bastante de ideología.
También considero bastante ideológico el hecho de que parte de este éxodo se produzca porque hay colectivos que se sienten más cómodos en las urbes. Personas que por cuestiones de raza, religión u orientaciones sexuales buscan iguales puestos que no tienen en su lugar de origen y prefieren desdibujarse entre la multitud, dónde saben que esa característica -inherente a su ser, a su yo identitario- no va a ser realmente destacada. Y esta es una batalla en la que sí tenemos que participar todos y todas. Y en la que los arribistas de la despoblación vuelven a errar: intentan seducir con retóricas posmodernas en tierras donde ni siquiera llegó la modernidad al uso. Y quizá los ejemplos más llamativos sean que se les llene la boca hablando de aceptación de orientaciones sexuales diferentes a la heterosexual, cuando en las zonas rurales el no heterosexual aún es señalado. O el hecho de que hablen de autodeterminación de género mientras se hace imposible denunciar los casos de violencia machista -que no familiar- que sabemos que se producen ante nuestras narices y no hacemos nada, por aquello de la tradición judeocristiana de que "los trapos sucios se lavan en casa", mezclado con el "en todos sitios se cuecen habas".
Y, además, parece que somos los jóvenes los que tenemos que cargar con todo el peso de la España vaciada. Como si los no jóvenes que aquí viven no tuviesen nada que decir. Asumámoslo, la gente se ha ido. Y la gente joven se sigue yendo. En 1950, en los 14 municipios de la Comarca histórica del Abadengo (incluyendo Bogajo y Villavieja de Yeltes), residían 17.785 vecinos y vecinas, cifra que en 1991 era de 7.720. Hoy, 30 años después, el número -estimado- de censados en nuestra comarca es 4.942. Nada más y nada menos que 13.000 personas. Sin querer incidir en estos números otra vez -os remito a una pieza de esta misma columna titulada 'Demotanasia'- si no hay gente joven, ese rango de población sobre el que se supone que recae la responsabilidad de garantizar un futuro para su tierra, ¿cómo se va a pelear? Los pandits dirán que la gente emigrada puede luchar por su tierra, sus raíces. Sabemos que no es lo mismo. Proclaman el teletrabajo, pero la realidad es que desde el ordenador las labores del campo no se hacen. No podemos esperar a que desde Madrid se hagan cosas para nosotras y nosotros. Hablar de reivindicación de la España vaciada es desproveernos de nuestra cualidad como sujetos válidos. Parece que no lo merecemos, que no nos pertenece, que tenemos que pedir permiso, implorar, para poder solicitar -tras que nos hagan un poquito de caso- que te regalen unas migajas para elaborar una propuesta de un estudio para la elaboración de un plan de estudios que planifique la proposición de estudios de propuestas.
Y mientras tanto, ellos no pisan el pueblo. Y mucho menos en otoño, que huele a estiércol.
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