Recuerdo aquellos libreros de antes. Comprar un libro era como una comunicación o como un acto de amistad. Las librerías se mostraban íntimas y humanas, nunca frías y distantes. Encontrabas los libros más intensos del mundo en ediciones amistosas. Curioseabas sin que nadie te preguntase qué deseas y era tan hermoso sencillamente mirar portadas sugestivas, mirar primeras líneas que te abrían mundos.
Porque también las editoriales publicaban libros para la gente. Editoriales como Bruguera te daban por dos reales los autores más fascinantes del mundo. Algunas colecciones tenían diseños apasionantes, donde encontrabas las mujeres enamoradas de D.H. Lawrence o los diarios de Anais Nin. Y qué decir del Ulises de Joyce o los cuentos visionarios de Dylan Thomas. También Alianza Bolsillo publicó entonces las ediciones más exquisitas de Proust, nunca superadas por otras ediciones más frías y más pijas que vinieron después.
Un día entré en una librería de ahora para preguntarles si tenían un libro que tenía apuntado en un papel. Me dijeron que no sin mirar ni siquiera el papel. ¿Sería por mi ropa? ¿Sería por mi aspecto negligente? ¿Sería porque no tengo una cara de diseño como ellos quieren? Le dije al librero que solo atendía a los pijos y se puso furioso. Ahora entré otra vez para encargarles un libro y me dijeron que no era bienvenido.
Recuerdo a aquellos libreros de antes. Venderte un libro era como hacer una conspiración contigo. Incluso en una librería en un portal en Compostela te encontraban libros clandestinos y prohibidos. Los libreros tenían libros para la gente, no para cuatro estirados. Las librerías eran acogedoras. Y eran lugares de cultura, no solo negocios. Te sentías vivo y libre al entrar en una librería. Pero ahora supongo que progresamos.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR
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