El rostro es el espejo del alma. Ya pasó aquel dualismo exagerado que dividía al ser humano en cuerpo y alma, como si estuvieran no sólo separados, sino opuestos y enfrentados, en perpetua lucha, como "don carnal y doña cuaresma". El ser humano es uno, el alma está en el cuerpo y el cuerpo en el alma. Y comparten sus facultades, sentimientos, afectos y pasiones, son la totalidad del ser humano, hombre y mujer.
Pero ahora no tenemos donde poder leer toda nuestra vida interior, nos hemos visto obligados a disfrazarnos de no seres humanos, y no podemos ver en nuestro rostro nuestros gozos ni nuestras tristezas; no podemos verlos en nuestra sonrisa ni en nuestros cambios de semblante, ni siquiera en nuestra mirada, que nos queda muy lejos. Hay que guardar las distancias.
Vamos disfrazados de no hombres, no mujeres, como en un triste baile de disfraces macabro. ¿Para qué vamos a mirar cuando vamos por la calle si ya no conocemos a nadie, ni nadie nos conoce? Somos anónimos. Si algún extraterrestre nos mirara desde otro planeta, ¿conocería esta humanidad? Y sobre todo nos preguntamos cuánto tiempo tendremos que andar disfrazados. ¿Quizá tendremos de ahora y para siempre una humanidad disfrazada, deshumanizada?
Sin embargo, no hemos de renunciar a nuestra humanidad. Tenemos valores suficientes para vencer esta situación insólita. Omnia vincit Amor, dice el poeta latino Ovidio. Todo lo vence el amor. Y eso mirando sólo de tejas abajo. Por consiguiente, como el amor no tiene fronteras, ni murallas, se puede amar también desde lejos. Esperemos que el hombre de hoy, tan moderno y tan telemático, sepa encontrar las "herramientas", de las que tanto alardea, para no perder la sonrisa, aunque lleve el rostro enmascarado. Y sepa amar en todo tiempo, en la adversidad y en la bonanza, mostrando sus buenos sentimientos a los que tiene cerca y a los que tiene lejos.
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