El pasado miércoles se llevó a cabo la toma de posesión del presidente constitucional número 46 de los Estados Unidos, Joe Biden, en una ceremonia que fue como una versión reducida, pero con toda la solemnidad y simbolismo de lo que habitualmente es la toma de posesión presidencial en aquel país. La ruptura de una parte de la tradición, provocada por la ausencia del Presidente saliente, no se notó demasiado. Ni estaba ni se le esperaba.
La ceremonia estuvo marcada por la sombra de la violencia que supuso el asalto del 6 de enero al Capitolio, catedral de la democracia, por una horda de exaltados violentos que durante cuatro horas interrumpieron el proceso democrático de validación, por parte de los congresistas, de los resultados electorales que daban la victoria a Joe Biden y que, aunque no lograron revertir el orden constitucional, se saldó con cinco muertos y una profunda herida a la democracia, difícil de sanar.
Washington, la capital del país más poderoso del mundo y escenario de la toma de posesión del poder democrático, más que el lugar concurrido de una gran fiesta de la democracia, se mostraba desierta, con las calles vacías, como una zona de guerra, militarizada y tomada por un ejército de 25.000 hombres.
No es de extrañar que el discurso conciliador de Joe Biden, tuviera como eje central la necesaria unidad para, según él: "hacer frente a los supremacistas?, a los terroristas..." que, entre otras acciones y comportamientos deplorables, llevaron a cabo el asalto a la sede de la democracia estadounidense. Olvidando que lo más importante de una democracia es la unidad ante la adversidad, el tratarse con dignidad y respeto.
El discurso de quien está llamado a reconstruir e intentar recomponer la profunda división de la sociedad estadounidense no podía ser otro, aunque suene a clásico, habitual, tradicional, poco original. Es un tópico que todos los nuevos mandatarios están obligados a trabajar y a hacer una llamada a la unidad. Pero en esta ocasión y dadas las circunstancias, el ya nuevo Presidente hizo bien en resaltar ese eje de unidad y reconciliación ¡Qué bueno que, dadas las circunstancias, la normalidad y cotidianidad de un discurso presidencial, sin estridencias, sea la noticia de la toma de posesión del Presidente!
La ceremonia, con su estética, protocolo, simbolismo y tradición, marcó el inicio de la administración Biden. Una etapa que comienza con desafíos colosales, dada la gravedad del momento: una pandemia desbocada, con más de 24 millones de contagiados y 400 mil muertos, que hace de Estados Unidos el país más afectado del mundo; una fuerte recesión económica, con una tasa de paro del 6,7% y 10,7 millones de desempleados (el doble de las cifras habituales de aquel país)
Pero lo peor de todo, de cara a la reconciliación y reconstrucción del país, es la crisis de credibilidad y confianza que ha dejado la puesta en duda, por parte de Trump y sus seguidores, del proceso electoral y sus resultados. Millones y millones de estadounidenses están convencidos de que Joe Biden es un Presidente ilegítimo, porque mantienen una creencia inquebrantable de que los demócratas les robaron las elecciones, a pesar de la falta de pruebas, de los recuentos de votos repetidos hasta tres veces y del rechazo de esa acusación por parte de la justicia en más de 60 denuncias.
Joe Biden juró su cargo sobre el ejemplar de una Biblia familiar de finales del siglo XIX, como todos los presidentes, desde que iniciara la tradición G. Washington en 1789, aunque no es un requisito indispensable. La propia Constitución de los EE. UU. Determina en su artículo VI que «no es necesaria ninguna prueba religiosa para ejercer cualquier cargo o confianza pública».
Atrás quedan cuatro años de mandato de D. Trump, cargados de polémicas y sobresaltos, de los que la historia hablará. La nueva presidencia debería enfocarse, junto a lo ya dicho, en desinflamar la política y el ambiente de tensión que vive el país, curar y sanear las heridas abiertas, reducir los extremismos instalados en los últimos años y conseguir de la sociedad estadounidense algo más de tolerancia, empatía y humildad.
Exteriormente, sería bueno que la nueva administración estadounidense se esforzara en recuperar las alianzas perdidas y volver a estar en el mundo, compartiendo la preocupación por la salud, volviendo a la Organización Mundial de la Salud (OMS); al Acuerdo de París por la lucha contra el cambio climático, al drama de la emigración. Cuestiones que, entre otras, nos afectan a todos. Algunas de las 17 órdenes ejecutivas firmadas el mismo día 20 van en esa buena dirección.
La democracia ha ganado, pero ha sufrido graves heridas, hay que curarla y reconstruirla. Teniendo en cuenta que la democracia conlleva la existencia de ideas distintas y hasta de posiciones enfrentadas, pero, sobre todo, implica el respeto a los valores comunes en torno a los cuales poder articularse, como nación y como sociedad. Ojalá sea el principio del fin de los populismos exacerbados y la demagogia política.
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