Cuando pase esto, decíamos, nos abrazaremos, seremos mejores, nos abrazaremos..., cuando pase esto, decíamos. Entretanto se mueren los abuelos, se pierden vidas, amigos, trabajos, se pierden oportunidades, se pierden trenes, a la espera de tiempos mejores, cuando pase esto, decíamos. Porque cuando llega la enfermedad, el dolor, la muerte, el confinamiento, un accidente, algo que se rompe en el cuerpo o en el alma, siempre nos pilla desprevenidos, y hablamos de horas, de tiempos perdidos, se abren huecos de vacío que nos desconciertan.
Pero ¿y si cambiásemos de perspectiva, tratando de pensar de otro modo? No el tiempo contable, sino el tiempo vivido, ¿y si pensáramos en las horas redimidas? Esas que se alzan y florecen, tal vez, en lo dañado, iluminando los días raros, el extrañamiento, la perplejidad, la clausura forzosa, quédate en casa? Podrían ser muchos los instantes de gracia, probablemnete más de los que pensamos, basta una mirada atenta. Sólo después, cuando paramos, cuando no hay prisa, ni angustia, ni miedo, echamos la vista atrás, y vuelven a nuestra memoria tantas horas que creímos perdidas, como un tiempo que sedimenta y cobra sentido.
Las horas redimidas son horas que pasan despacio, vividas seguramente como improductivas, no son de trabajo ni de vacaciones programadas, no cotizan. Son horas donde, al parecer, no hacemos o no podemos hacer nada, más que ver pasar el tiempo, o tal vez sostenerlo para que no caiga al precipicio de la depresión, del sinsentido. Son horas de contemplación, el pajarillo que se infla y se acurruca para recogerse del frío, en el árbol desnudo de la portería de la casa de acogida, horas de escucha desinteresada, acompasando el paso del carrito de la compra junto a la vecina, más despacio, al ritmo de sus muletas. Son horas de abrir puertas y saludar, a quien no conoces, que pasa por allí... en ese hogar de Caritas donde buscan gente con ángel. También de contemplar la belleza que habitábamos desde antaño y habíamos dejado de mirar, la cúpula de La Purísima revisitada, por ejemplo. Si vivimos el tiempo y nos dejamos habitar, el pulso de lo cotidiano es otro, lo no interesante cobra un brillo inusitado, se redimen las horas.
Hay horas de actividad, de extraversión, de programar actividades hacia afuera. Pero hay horas de atención desinteresada, que se pueden convertir en horas de gestación. Son muchas las gestaciones posibles, si nos dejamos fecundar. Todo lo contrario de ese tiempo ruidoso y enloquecido, ese fárrago de imágenes y músicas repetitivas que nos acosa desde las pantallas, siempre empujados por el miedo, compulsión de cifras en la televisión, número de vacunas, número de muertes, número de pibs y de plaf, número de tuits sobre tal o cual tema y número de retuits, a cual más insultante... Esto es el cuento de nunca acabar.
Mas lo que hace sufrir no hay que olvidarlo, no hay que enterrarlo, sino intentar comnprenderlo, el miedo que nos acucia, el veneno que nos salpica podrá recuperarse en un relato lúcido y amable, tal vez en una narración de sentido y perdón, que haga frente a nuestro egoísmo y de algún modo lo libere. Tampoco el tedio es bueno desterrarlo, mejor mirarlo a los ojos, invitarlo a sentarse en el sofá y encararse con un café a su gris oquedad.
Porque ya decía Ortega y Gasset, somos lo que hacemos y los que nos pasa. Somos pacientes de la vida, y no solo actores principales, muchas veces ni siquera somos protagonistas de la nuestra. La atención, la conciencia despierta, la mirada atenta, redimir las horas de la soledad, del dolor, del absurdo, esas horas de desecho, que desatendemos.
Cuando pase esto, decíamos, pero la realidad es implacable, todavía no pasa, y entretanto toda vida es vivida. De nosotros depende como habitar este presente.
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