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“La única alternativa clara a la receta irresponsable de la hiperflexibilidad es la de retrasar...
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Fernando Gil Villa:

“La única alternativa clara a la receta irresponsable de la hiperflexibilidad es la de retrasar...

Actualizado 26/08/2020
Redacción

El catedrático de Sociología de la USAL propone esta medida "hasta que el nivel de contagios comunitario sea insignificante o hasta que la población se vacune"

En mitad de la sucesión de noticias sobre el regreso a las aulas y las medidas previstas por las autoridades correspondientes, el catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, Fernando Gil Villa, ha hecho públicas sus reflexiones sobre este confuso y preocupante panorama educativo.

"La única alternativa clara a la receta irresponsable de la hiperflexibilidad es la de retrasar el inicio de curso hasta que el nivel de contagios comunitario sea insignificante o hasta que la población se vacune. En el peor de los casos comenzaría el curso en enero de 2021", propone.

En su opinión, las consecuencias de esta medida no son graves, sino todo lo contrario: "¿qué supone perder tres meses en la carrera casi infinita de la vida escolar de una persona? ¿Y qué se gana? Se deja respirar a los estresados profesores y educandos, y si nos ponemos estupendos con la retórica, descansa el planeta entero de su frenético ritmo, que falta le hace".

Son algunas de las reflexiones que ha realizado en el texto que publicamos íntegro a continuación:

¿Escuelas autónomas frente al Coronavirus?

Al parecer, la mayoría de los creadores de opinión proponen aplicar medidas anti-COVID diferentes en cada centro, según las circunstancias. En el debate sobre cómo volver a las aulas en septiembre de 2020, cuando el número de contagios en España es ya el más alto de Europa y el cuarto de todo el mundo en tasas de mortalidad a finales de agosto, parece que la propuesta más valorada es la de la flexibilidad a ultranza.

Cada región dicta sus normas. A su vez, esta deja que cada localidad dicte las suyas y pueda "autoconfinarse" si lo cree necesario, como ha ocurrido con algunas poblaciones pequeñas en los últimos días. Nos encontramos entonces con un panorama cada vez más complejo, un mapa imposible de digerir, en el cual el territorio se fragmenta primero en unidades, luego en decenas y en centenas, y por fin en millares de puntos espaciales autónomos y desconocidos. No sabemos qué ocurre en el hogar, la escuela o el supermercado vecino, que podrían estar o no confinados. No conocemos las normas de convivencia que, con el nombre de medidas de seguridad, rigen en el municipio de al lado, que tal vez esté pegado al nuestro. No sabemos si se puede fumar allí, o si se puede, si hay que dejar tantos metros como aquí. No sabemos si el juez de allí ha invalidado cierta medida que tiene vigencia aquí. Esto provoca un estado de desorientación que casi nadie critica, porque lo más defendible parece ser lo más racional, lo cual a su vez supone delegar la responsabilidad en las unidades de gestión más pequeñas. De esa forma todos se libran del riesgo que entraña la decisión. Y de esa forma, nadie es responsable de nada. Estamos ante una prueba más de cómo la racionalidad procedimental puede atentar contra la ética.

Con la etiqueta de la diversidad se nos ofrece una receta gusanada, pues encierra en su interior una contradicción que la acaba invalidando. A la postre, no es que cada escuela sea un mundo, sino que cada alumno es un mundo y, por lo tanto, demanda un plan educativo especial, negando así la educación basada en la relación personal, que es la única que salvaguarda la ética. Dejar que cada centro se organice descansa en el supuesto de dejar en manos de los equipos directivos la responsabilidad de reorganizar el centro, de transformar los espacios, de idear planes de adaptación de los protocolos. Aumenta el estrés de estos profesores en particular y de todos los docentes en general, es decir, en un colectivo estresado que acaba de salir de un periodo de presión especialmente grande durante el confinamiento. Por una parte, esto es injusto. Por otra, puesto que los equipos reaccionarán de forma diferente, se sumarán más desigualdades.

De hecho, la desigualdad es una de las principales objeciones de la propuesta políticamente intachable de echar balones fuera dejando a cada centro que se busque la vida. Se puede deber al azar o a causas sociales, lo que es peor. Si tienes la mala suerte de que en tu centro de enseñanza haya X + 1 de los contagios permitidos según el protocolo, lo cerrarán y te quedarás sin clases presenciales medio mes. Si eso se repite, te quedarás fuera un mes. Si eso no sucede en el centro de al lado, supondrá que te llevan un mes de ventaja de educación presencial. Si descuentas la educación no presencial, te llevarán de ventaja lo que queda, ese factor residual e intangible que aporta la presencialidad, el cual es clave para muchas personas con menos capital cultural y con menos capital ético (del cual apenas se habla en los debates). Ahora bien, esta infeliz comparación podría producirse no por la mala suerte, entendiendo por esta que los contagios del centro cerrado se produjeron realmente de forma involuntaria, sino por otros factores. Podría ser que en cierto tipo de familias, más presentes en ciertos barrios, el aspecto vigilante del virus fuera menos escrupuloso que en otras, sin entrar a hacer valoraciones, tan tentadoras como peligrosas en estos casos. O podría deberse incluso a un acto de sabotaje, cuando alguien que sospecha que está infectado va igualmente al colegio con la intención de que lo cierren. Que cómo podría haber alguien tan desalmado. Muy sencillo, teniendo por ejemplo padres o influencias negacionistas, o como venganza social contra un sistema educativo que provoca bullying y fracaso escolar.

La enseñanza virtual se hunde en la misma miseria de la desigualdad. Los responsables autonómicos que han apostado por ella prematuramente deberán rendir cuenta ante sus conciencias por los graves efectos causados por la brecha digital y la desigualdad cultural de las familias.

La única alternativa clara a la receta irresponsable de la hiperflexibilidad es la de retrasar el inicio de curso hasta que el nivel de contagios comunitario sea insignificante o hasta que la población se vacune. En el peor de los casos comenzaría el curso en enero de 2021. Y bien, ¿qué supone perder tres meses en la carrera casi infinita de la vida escolar de una persona? ¿Y qué se gana? Se deja respirar a los estresados profesores y educandos, y si nos ponemos estupendos con la retórica, descansa el planeta entero de su frenético ritmo, que falta le hace. Dos grupos de detractores podría tener esta medida. Por un lado, ciertos padres que usan la escuela como guardería y no son capaces de hacerse responsables de un hijo, una de las responsabilidades más clamorosas que existen, siquiera en circunstancias excepcionales. Por otro, ciertos ciudadanos docentes ante la probable reducción del sueldo. De darse, ambas reacciones serían una triste muestra de insolidaridad. Queremos que sean otros quienes paguen los platos rotos de la crisis: los autónomos, los que sufren un ERTE, los parados, los más vulnerables. En todo caso, esta medida se puede acompañar de otras que palíen sus efectos, como una mejora de la conciliación familiar. A lo mejor hay algún cerebro estudiantil que las idea y con ello logra un premio.

Fernando Gil Villa (Catedrático de Sociología de la USAL)

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