A la niña bonita eso de las medidas no le cabe en la cabeza.
-¿Cuánto son dos kilos doscientos?
Le pongo en la mano los dos kilos y algo de tomates que he comprado para hacer gazpacho y los sopesa sin convencerse: Yo no podía pesar tan poco. La niña bonita nació una tarde de frío y niebla en un hospital salmantino donde estuvieron a punto de meterla a incubar como un pollo desplumado. No es una cuestión de peso, sino de esencia. A aquel bebé diminuto y largo como una lombriz a mí me daba miedo bañarlo, resbaladiza y delgaducha parecía escurrírseme de las manos y sin embargo? qué peso y entidad tenía y tiene, llenándolo todo.
Mi tío, el hermano pequeño de mi madre, siempre nos interpelaba a la recua de sobrinos que parecíamos bobos: ¿Qué pesa más? ¿Un kilo de plomo o un kilo de paja? Eran los años de infancia de pan llevar y el pajar de mi abuelo estaba lleno, pero no nos dejaba jugar allí. Pienso en aquella casa de pueblo como en el paraíso perdido al que regresar siempre ¡Un kilo de plomo! Lo mío era buscar, con la boca abierta y cara de ida, de qué color era el caballo blanco de Santiago. En mis tiempos, los niños y los perros a la puerta del chozo, como decía mi abuelo, y en la mesa callados que estamos escuchando el parte.
A los niños se les dejaba libres con unas cuantas advertencias y ya. No te asomes al pozo. No juegues en el pajar. No toques los cuchillos. No enciendas fuego y avisa si te vas con la bici hasta la charca. En la charca, tirar piedras al agua era una lección de geometría. Los niños en mi infancia, si se traumatizaban, era porque hacían algo que no debían hacer o veían algo que no debían ver. Por lo demás, salían adelante como fuera, unos a trompicones y otros, como mi hermano, a castañazo limpio. Nunca he visto una criatura más propensa a los accidentes, a mi hermano había que llevarlo a coser tan a menudo que en urgencias estudiaron la posibilidad de ponerle una cremallera. Mira mamá, me sale sangre. La venganza de mi madre es que mi sobrina, mucho más manejable, dónde va a parar, tiene una rara capacidad para hacerse pupitas. Ella sale a madre, pero ha heredado, entre otras prendas, la capacidad de cocinar lo que sea sin medir cantidades ni mirar recetas, como su abuela. Claro que el libro de cocina de la Sección Femenina, que sí que pesa, me lo voy a llevar yo para eso soy la urraca de la familia. Todo es tuyo, dice mi madre.
-Menos la enciclopedia de Salvat, que pesa un montón.
La cultura también es cuestión de peso. Por eso mis alumnos creen que cuántas más páginas me escriban en el examen de Literatura Universal, mejor. Pura paja. No sé cuánto pesa mi hija ahora. Solo sé que todo lo ocupa. Hasta el tiempo en el que no existía.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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