Avanza por el camino la fiera prehistórica de la cosechadora dispuesta a peinar las espigas vencidas, tumbadas de tan granadas, en la sazón de una tarde de junio de dorados prometedores. Las aguas que vimos a través de la ventana han convertido el campo de pan llevar primero en un mar verde de cunetas coloridas y luego, en una oleada de amarillos crujientes salpicados del azul exquisito de los acianos.
Tiene el campo ahora la raya bien hecha, la geometría de la recogida de la mies, de la polvorienta tarea del grano y de la era. De niña, nada me gustaba más que ver aventar a mi abuelo hacia el cielo que separaba en el aire el polvo de la paja, y aún supe de trillos que giraban una ancestral danza de círculos de riqueza. Trigo y cebada limpios para meter en sacos, para llenar el remolque donde subirse era una fiesta, de la era ya vacía a la panera de mi abuelo, niños todos trepando por los sacos henchidos que llevaban hombres de amaneceres hacendosos y largas siestas en lo más duro de la jornada. Hombres que ahora no saben de las horas crudas, porque el tractor, la cosechadora tienen ese aire que nos hiela mientras afuera, el sol traza las líneas de todos los veranos: cosecha plena de gracia, montones de paja dorada que se empacará enseguida, sólida y geométrica, para alimentar el invierno de los animales y la cuna de las gallinas.
Hoy el campo estaba recién peinado porque había pasado la cosechadora casi a mediodía, burlando el calor, robando las horas de trabajo porque cuánta espiga espera, vencida hacia la tierra, la recogida gozosa de esta insólita cosecha. Mientras nosotros estábamos mirando por la ventana del confinamiento, la tierra, generosa y feraz, siempre a lo suyo atenta, preparaba este junio de riqueza, este tiempo dorado de pan y cerveza. Nunca hubo tantas amapolas, amapolas del campo, sangre caída entre las espigas granadas, verdes y enhiestas. Luego llegaron las malvas, los acianos azules, las hierbas que acompañan en el desorden de la cuneta? y nosotros seguíamos envueltos en cristal y plástico, manteniendo la respiración, lejos del campo, castigados a ver desde lejos una primavera esplendorosa. Y llegó la salida y la convertimos en un sembrado de guantes y de mascarillas desechadas ahí donde las hierbas del confinamiento habían brotado entre las grietas de la ciudad. Y volvimos al campo a sentir que nos habíamos perdido los brotes, los charcos, la humedad generosa de una primavera bellísima. Y cierto, no nos lo merecemos, pero aquí tenemos la cosecha como un regalo dejado ahí, al desgaire de tanta maldad como es la nuestra. Y miramos el trazo recién peinado, la línea recién trazada de una recogida que nos devuelve al tiempo de la cosecha castellana. Cereal y encina rendida al calor, apretada y recia. Pan para llevarse a los labios y besar con agradecimiento, porque este es nuestro cuerpo.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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