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Décima carta
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Décima carta

Actualizado 01/06/2020
María Jesús Sánchez Oliva

Maldito Coronavirus: El pasado miércoles el presidente Sánchez declaró luto nacional durante diez días por todas tus víctimas. No sabemos cuantas van ya: las cifras se contradicen unas a otras, descienden incluso las que ascendieron el día anterior, pero son muchas. A estas habría que agregarles las que no se han ido porque tú te las hayas llevado pero por tu culpa han tenido que irse tan solas como ellas y quién sabe si, en no pocos casos, debido a la penosa situación que has provocado, la muerte se las ha llevado antes de tiempo. Por cierto, una de estas posibles víctimas, ha sido, por raro que parezca, un político que no merecía tan triste despedida.

Se llamaba Julio y se apellidaba Anguita. La política no consiguió endiosarlo como endiosa a los demás. Cuando tuvo que dejarla, por razones de salud, volvió a su trabajo de profesor, vivió siempre en el mismo piso y tras más de ocho años de parlamentario renunció a su pensión de jubilación como exdiputado y solicitó la de maestro de escuela, que está a mucha distancia de la otra, con lo que dejó claro que quiso seguir siendo lo que siempre fue: una persona responsable.

La noticia de su muerte nos llegó el pasado sábado 16 de mayo. Se produjo en el hospital reina Sofía de Córdoba, ciudad de la que fue alcalde hace más de cuarenta años. Estábamos en plena pandemia. Era sabido que su corazón andaba maltrecho, pero ¿no lo empujarían a dejar de latir los despropósitos de sus colegas políticos?? Parecen empeñados en hacer lo que haces tú: acabar con nosotros de un modo u otro. Tanto los "diestros" como los "siniestros" se apresuraron a enviar mensajes de pésame a su familia y lo más curioso: todos, sin excepción, coincidieron en que era un político honesto, justo, coherente. O sea, que saben que existen estas cualidades, pero no las practican. Dudo pues que estos mensajes de reconocimiento le hayan alegrado.

Lo que sí le habrá alegrado ver camino de las estrellas habrán sido los gestos de cariño, de respeto y de gratitud de los cordobeses. El estado de alarma no les ha permitido desfilar ante su ataúd para decirle adiós, pero corrieron a las puertas del ayuntamiento donde se instaló la capilla ardiente, dejaron sus mensajes virtuales en el libro de condolencias que el consistorio puso a su disposición, y a su paso, camino del cementerio, se abrieron los balcones para despedirlo con un generoso aplauso. Seguro que desde la estrella que le hayan asignado para que descanse como merece ya habrá oído las voces que se alzan pidiendo que no se qué calle por la que daba sus paseos pase a llamarse de Julio Anguita. Esperamos que así sea.

Los españoles de a pie, además de por el respeto que nos dispensó en todo momento, lo recordaremos siempre por lo siguiente:

Su hijo, Julio Anguita Parrado, estudió periodismo e hizo un curso de corresponsal de guerra en Quantico (Virginia, EE. UU.) organizado por El Pentágono. Fue a trabajar como corresponsal de guerra a Irak, a donde se trasladó el 21 de marzo de 2003 junto con la 3.ª División de Infantería del Ejército estadounidense. El 7 de abril, ya en Bagdad, le alcanzó un misil ocasionándole la muerte. Tras ser repatriado, fue enterrado en su ciudad natal el 16 de abril de 2003.

Recibió la fatal noticia cuando iba a intervenir en un acto organizado por la Unidad Cívica Republicana en el Teatro Federico García Lorca de Getafe (Madrid). En aquel momento, sin ocultar las lágrimas de rabia y de otros sentimientos que no se pueden expresar, subió al estrado y dijo:

Mi hijo mayor, de 32 años, acaba de morir cumpliendo sus obligaciones de corresponsal de guerra. Hace veinte días estuvo conmigo y me dijo que quería ir a la primera línea. Los que han leído sus crónicas saben que era un hombre muy abierto y buen periodista. Ha cumplido con su deber y yo por tanto voy a dirigir la palabra para cumplir con el mío. Ha sido un misil iraquí, pero es igual, lo único que puedo decir es que vendré en otra ocasión y seguiré combatiendo por la tercera república. Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen.

Esta frase ha quedado en España como una expresión antibélica que lo hace distinto a los demás: los políticos, en su hipocresía, maldicen las guerras, pero nunca maldicen a los canallas que las hacen. ¿Pero por qué te cuento todo esto si yo quería hablarte de otra cosa? En fin, lo dejaré para otro día, desgraciadamente no parece que tengas mucha prisa por dejar de agregar víctimas a la negra lista.

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