A finales de 1664 se vio en los cielos de Europa un cometa, cuyo paso duró varias semanas; y en 1665 hubo un eclipse parcial de luna, seguido de otro cometa. Aunque poco después Halley y Newton ?a quien la epidemia obligó a suspender sus estudios en Cambridge? dieron una explicación científica a estos fenómenos, la opinión popular tendía a verlos como anuncios de grandes catástrofes. Y, en efecto, pronto empezó en Londres la Gran Plaga, que duró varios meses y se llevó por delante a decenas de miles de personas. Al año siguiente tuvo lugar el gran incendio de Londres. Ambas desgracias fueron consecutivas y complementarias, pues si la epidemia comenzó en los suburbios situados extramuros de la ciudad, el incendio destruyó la mayor parte de la city, su centro.
La epidemia fue narrada por Daniel Defoe en el "Diario del año de la peste", como más tarde hizo Alejandro Manzoni en "Los novios", donde relató la peste que había azotado el norte de Italia en 1630. Son quizá la las obras literarias más conocidas en torno a este asunto, junto con las referencias del Decamerón sobre la peste negra de 1348 y las de Tucídides sobre la de Atenas en 430 aC. durante la Guerra del Peloponeso (aunque, al parecer, en este caso no se trataba de la peste bubónica, sino del tifus exantemático, que tiene parecidos síntomas y agentes patógenos). En estas dos últimas obras el relato es más escueto, pero tienen la ventaja de que los autores cuentan lo que han vivido: Tucídides sufrió la enfermedad, que superó, y Boccaccio perdió a sus padres en ella. En cambio, las obras de Defoe y de Manzoni son auténticos informes bien documentados y razonados, que abordan en detalle el impacto moral, social y económico de estas plagas.
Es de gran interés, dadas las circunstancias, releer y examinar estas obras contrastándolas entre sí y ver las semejanzas de la actual epidemia con aquéllas, que son muchas y llevan a asombro, considerando que han pasado varios siglos y que ahora tenemos muchos más medios de diagnóstico y terapéuticos. La identificación del patógeno, en la era anterior a Pasteur y al microscopio, era muy problemática cuando se trataba de enfermedades infecto contagiosas, si bien los médicos ya intuían la trasmisión del mal a través de lo que llamaban "la corrupción del aire" o "ciertos vapores o humos, que los médicos llaman efluvios" (Defoe), originados por los cuerpos infectados. (Esta opinión llevó a que, por ejemplo, el "divino Valles", médico de Felipe II, aconsejara el derrocamiento o de las murallas de Covarrubias, su villa natal, con el fin de que el aire corriente despejara las miasmas).
Hoy sabemos bastante más, pero cuando se nos explica por qué debemos mantener la distancia física ?no la social, pues esta se mantiene sola?, llama la atención que se diga, como leo en la prensa, que es debido a "un flujo deslizante que queda en el aire" que nos puede contagiar, recordando lo del "aire corrompido".
Poco se puede decir de las terapias de otras épocas, más allá de anotar consejos como los siguientes: "? y dexando aquí los remedios espirituales de processiones, rogativas y santos exercicicios para aplacar los enojos de Dios y solicitar su misericordia, de los corporales sea el primero (?) estar con buen ánimo, sin temor y miedo, porque al que más se pega este mal es al medroso" (Noydens, en el Tesoro de la lengua). También se aconsejaba el uso de hierbas aromáticas que se agitaban ante la cara o la quema de incienso o de otras plantas en las viviendas. Pero los remedios espirituales a veces daban resultados inesperados.
Cuenta Manzoni que el arzobispo de Milán, Federico Borromeo ?quien, por lo demás, se volcó en ayudar y dar ánimos a sus feligreses en tan grave trance? convocó una procesión masiva, con presencia de todos los gremios, autoridades y estamentos, para rogar la intercesión de San Ambrosio, patrón de Milán, lo que no hizo sino propagar aún más la enfermedad.
Y es que el infierno está empedrado de buenas intenciones.
(Imagen: atuendo de médico en s. XVII, Grabado de F. Frunkils.)
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