"Para ir y volver más vale no ir". Aquella señora que visitaba la tienda de mi madre sentenció con un tono muy grave y una mirada que se perdía hacia la puerta como si buscara la complicidad de un nuevo parroquiano que nunca entró. Sentado en una esquina, con un tebeo entre las manos, no atendía a la conversación entre las dos mujeres, pero la sentencia me alertó.
No sé si fue porque había cambiado la inflexión de su voz o porque mi madre no contestó abriéndose un paréntesis de silencio. Quizá fuera la propia sonoridad de una frase que al principio no entendí, pero que enseguida capté. No recuerdo más, ni quien era la contertulia ni siquiera si mi madre, más tarde, respondió algo; tampoco tengo idea del tenor general de la conversación. En la cabeza de un adolescente madrileño, que apenas si había salido del barrio en cuatro o cinco ocasiones para viajes ferroviarios de no más de una quincena, el pronunciamiento se quedó grabado para siempre.
Pero, también supe que no estaba de acuerdo o, mejor, pensaba que ir, con independencia de lo que pasara después, valía la pena por encima de todo. Ir y quedarse o ir y volver daba lo mismo. Lo importante era ir. Tener abierta invariablemente la posibilidad de salir. Si el mundo se dividía entre los que se van y los que se quedan, yo era de los primeros.
El tiempo transcurrido desde entonces me hizo conocer las distintas razones de viajar. Sobre ellas, como practicante y como autor, uno de mis primeros discípulos y hoy amigo, David Roll, es un maestro. La emigración, el exilio, la peregrinación religiosa, el viaje por placer, de negocios o por trabajo constituyen las formas en que se expresa esta ancestral acción del ser humano. Sin embargo, Antonio Machado y Constantino Cavafis, pusieron el acento en el significado que para el caminante tenía el propio hecho de andar. Si Ítaca era importante lo era más el viaje en sí mismo. Otro asunto.
Leo que un grupo de marroquíes se embarcó en un bote para atravesar el estrecho con destino a su país y que cada uno pagó 5.400 euros, diez veces de lo que cuesta el trayecto inverso, asimismo ilegal, que hasta ahora era el habitual. Otras decenas de miles de personas han utilizado diversos mecanismos para volver al sitio del que en algún momento y por causas muy diferentes, partieron.
La huida de la pandemia, la búsqueda de amparo, el reencuentro con las raíces o, simplemente, acelerar el retorno al hogar al frustrarse un viaje de turismo o de trabajo justifican el afán. Operativos consulares repatrían a gente que salió y que ahora quiere regresar: individuos de los que no sé si en algún momento se preguntaron si consideraron que valía la pena ir sin por ello tener que retornar. El regreso puede ser el cierre del bucle, la confirmación del fracaso o el reencuentro con lo que nunca dejó de ser destino.
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