La otra tarde salí de casa con mi precioso chihuahua, dispuesto a hacer mi excursioncita vespertina por el paseo fluvial, sintiéndome el privilegiado emperador charro que mira a los cabizbajos confinados tras sus ventanas, como siervos de la gleba esperando ser liberados.
Delante de mí iban dos jóvenes, uno al lado del otro, cada uno con su perro ( un terrier lanudo y vivaracho y un carlino marrón con cara de pocos amigos). Había coincidido con los jóvenes un par de veces más, por el mismo paseo, pero salvo un par ladridos a mi chihuahua, no habíamos intercambiado ninguna palabra.
Era una tarde dulce de primavera. A un metro y pico de ellos (la distancia legal permitida durante el confinamiento) de repente me pareció oír dos voces humanas que no procedían de las bocas de los jóvenes paseantes. Enseguida me di un golpe en la mejilla para despertarme y decirme a mí mismo que me dejara de fantasías y ¡que no se pueden beber más de cuatro vasos de vino con la comida!
Pero?¡ seguía oyendo sus vocecitas perrunas! Y sus dueños parecían no escuchar nada extraño, fuera de algún canto de mirlo o el chapuzón de algún pato.
Puse toda mi atención de paseante dudoso de su estado de sobriedad y ¡efectivamente comprobé que esos dos perros estaban hablando! ¡Estaban pronunciando palabras en nuestro idioma! Inmediatamente saqué mi móvil, le di al botón de grabación audio, buscando un testigo imparcial que confirmara que yo estaba, o no, delirando. Y esto es lo que grabé, ¡lo juro por todos los?!
Después del paseo dudé si ir a la Policía a denunciar la revolución canina que se avecinaba, pero finalmente me contuve: estaba seguro de que la policía me metería en el manicomio. Así que espero ansioso qué pasará el miércoles por la mañana.
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