Profesor de Derecho Penal de la Usal
La pandemia provocada por el COVID19 está teniendo consecuencias devastadoras para la vida y la salud de las personas, amén del desastre económico para los estados y el tejido productivo, puesto que tanto empresas como trabajadores verán mermados considerablemente sus ingresos y, en muchos casos, no tendrán ningún tipo de ingreso proveniente de la actividad empresarial y laboral. Actividades como el comercio mayorista y minorista no relacionado con la alimentación y con los productos farmacéuticos y otros servicios esenciales, la hostelería, la restauración o los alojamientos turísticos, no van a obtener rendimiento económico alguno durante el periodo del estado de alarma decretado, lo que, en muchos casos, determinará cierres de actividad.
Para evitar esas situaciones o, al menos, para paliar en parte las graves consecuencias económicas de empresas, trabajadores y autónomos, el Estado, como ente superior que tiene el deber de proteger los derechos y libertades de sus ciudadanos, tiene la obligación de salir al rescate de todos actuando bajo el prisma de la solidaridad aportando más ayudas a quienes más lo necesiten.
Con independencia de la valoración de la gestión que los diferentes gobiernos de los países y de las regiones están realizando sobre la pandemia, lo que ha quedado meridianamente claro es que los Estados tienen que tener los recursos adecuados para hacer frente, no sólo a la emergencia sanitaria para salvar vidas y evitar los contagios, sino a los efectos colaterales económicos derivados de la misma. Si para extinguir un incendio provocado en una nave industrial un empresario necesita a 15 bomberos y los medios materiales necesarios para sofocar el incendio sin que las llamas y el humo afecten ni a la estructura ni al contenido de las instalaciones, el empresario deberá contar con esos medios, necesariamente; de lo contrario, el incendio destruirá todo y el empresario se quedará sin nada y se arruinará. Lo mismo le ocurrirá a un Estado si no está prevenido ante la llegada de situaciones de emergencia total. Es más, en un mundo globalizado, donde los intereses comunes de los diferentes países conducen, inexorablemente, a una confederación entre los mismos, es también una obligación de los órganos de representación y de gobierno de esa unión de estados, de esa confederación, aunar esfuerzos para proteger mejor a los ciudadanos ante esas situaciones de emergencia.
En nuestro caso, la Unión Europea tiene que "arrimar el hombro" y comprometerse con la colaboración en la resolución de los problemas de los estados miembros. A este respecto resulta muy positivo que el Consejo Europeo al que han asistido este jueves por videoconferencia los jefes de gobierno de los países miembros y a propuesta de España, haya respaldado la creación de un fondo para la reconstrucción ligado al presupuesto plurianual de la Unión Europea, que debe servir para luchar contra la crisis desatada por el coronavirus. Este es el camino que se debe seguir.
Una de las conclusiones que podemos sacar de esta gravísima crisis que estamos padeciendo es que un Estado Social y Democrático de Derecho, como el nuestro -a diferencia de los Estados Liberales del XIX- tiene que intervenir en los procesos económicos para proteger al ciudadano. En la parte dogmática de nuestra CE aparecen regulados expresamente una serie de derechos y libertades y los primeros que aparecen, en el artículo 15, son el derecho a la vida y a la integridad física y moral. Como tal Estado Social tiene el deber de garantizar los derechos y libertades y arbitrar mecanismos de políticas públicas que deben ser universales y gratuitas para los ciudadanos. De ahí la vital importancia que tiene defender la sanidad y la asistencia social públicas. La gestión de estos derechos humanos no debe estar sujeta al negocio mercantilista de empresas privadas, simple y llanamente porque el objetivo final de la actividad empresarial privada es la obtención de beneficios y cuanto más obtengan, mejor.
Por todo ello, la progresiva privatización de la sanidad y de los servicios sociales que han emprendido algunas administraciones públicas en los últimos años ha sido letal para la adecuada protección de los ciudadanos. Se han reducido los profesionales sanitarios y los dedicados a la asistencia de los mayores y dependientes, las condiciones laborales de los mismos son más precarias y sus salarios y reconocimiento social han sido insuficientes. Esto redunda en la calidad del servicio. Con ello, quienes se han beneficiado no han sido los usuarios sino los empresarios del sector y muchos políticos que han adjudicado la gestión privada a cambio de cuantiosas comisiones ilegales como se ha comprobado en algunos supuestos debido a las investigaciones policiales y judiciales al respecto. Con la pandemia del COVID-19 hemos conocido multitud de casos de ancianos fallecidos en residencias, bien privadas o públicas con gestión privada y que la Fiscalía General del Estado está investigando por si hay indicios racionales de actuaciones negligentes que puedan constituir delito.
Ese pésimo modelo de gestión privada que afecta muy negativamente a los usuarios se combate con modelos de gestión pública en la asistencia a los mayores (dependientes o no). Es el caso de la gestión municipal de las dos residencias de mayores de Aldeadávila de la Ribera, que depende directamente de la concejalía de servicios sociales y los profesionales que prestan su servicio a los mayores son personal laboral del ayuntamiento con convenio propio, una delimitación de funciones clara y concreta y unos salarios más dignos. Los criterios de selección son exigentes, lo que prueba sobradamente el compromiso profesional y ético de los trabajadores y las trabajadoras de estas residencias; algo que, por otro lado, tampoco está suficientemente reconocido por la ciudadanía y hay que recordar que el personal de atención directa tiene un contacto permanente con los usuarios, muchos de ellos con patologías diversas y graves. En las residencias de Aldeadávila hay 125 ancianos y, hasta el momento, no ha habido ninguno contagiado por el COVID-19. No se puede decir lo mismo de muchas residencias de otras latitudes como las de la Comunidad de Madrid donde han muerto miles de ancianos por el contagio y la desatención. Por algo será, pero estoy convencido de que una buena gestión pública, que no puede supeditarse a la obtención de beneficios económicos; es la clave del éxito. Porque con la salud y la asistencia social ni se juega ni se negocia.
En consecuencia, un Estado Social debe incrementar los recursos para sanidad y asistencia social, que deben ser de gestión pública que cuente con unos profesionales acreditados, comprometidos y con condiciones laborales y salarios dignos como en países de nuestro entorno. Además, para la adecuada protección de los derechos de los usuarios de centros sanitarios y asistenciales, se debería crear la figura del Defensor del Paciente, pero no como actualmente está configurada de "Asociación del Defensor del Paciente", sino que, al igual que el Defensor de Pueblo estatal o los similares de las Comunidades Autónomas, fuera considerado también como un "alto comisionado" de las cámaras legislativas de las respectivas Comunidades Autónomas que actúe exclusivamente en defensa de los derechos de los usuarios: pacientes sanitarios y personas ingresadas en residencias de mayores y asistenciales de dependientes y lo haga, no sólo ante denuncia de los interesados, sino también de oficio, que visite periódicamente los centros sanitarios y asistenciales, fiscalizando la actuación de todos los profesionales de los mismos y poniendo en conocimiento de las autoridades sanitarias y judiciales las anomalías que pueda observar.
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