Los provechos del vino y sus daños corren a las parejas, y todo consiste en la moderación de su bebida.
(Cobarruvias. Tesoro)
Creo que a algunos amigos les gustó mi anterior columna sobre el vino, no sé si por mis modestas dotes literarias o más bien por su afición al tema. Ello me invita a seguir el hilo de este asunto, que da mucho de sí. Un aspecto es, por caso, ver dónde está esa moderación en el consumo a la cual apelábamos y que nos aconsejan tanto Cobarruvias como las autoridades sanitarias.
Cuentan que cuando llegó Ulises a los infiernos, lo primero que vio fue el espíritu de su compañero Elpénor, que había muerto al caerse de un tejado al que había subido para dormir la borrachera. "Me dañaron el desamor de algún dios y el exceso de vino", le dice a Ulises, lo que recuerda el lamento del bluesman Sonny Boy Williamson: "whisky and wimmen wrecked my life, oh yeah". Elpénor a la vez le pide a Ulises un entierro digno, pues había quedado insepulto. Así pues, en casos extremos, el exceso de vino nos puede llevar al mismo infierno o, al menos, a quedar mal enterrados. Pero, antes de eso, el borracho puede hacer un infierno de su vida y la de los que le rodean. Es una posibilidad, pues aquí topamos con otro asunto: el distinto efecto que tiene el alcohol en distintas personas. A algunos les lleva a la modorra y al sueño, y así no dan mucha guerra. A otros les da por la verborrea o el canto o, mejor dicho, la melopea, mientras que otros la tienen lacrimógena y retraída. Y tan amistosos se vuelven algunos con la bebida como otros agresivos. En resumen, como señala Baudelaire, al hombre que es malo la bebida le hace execrable y excelente al que es bueno, pues, por lo general, potencia la personalidad del propio individuo. Yo también lo tengo comprobado.
Seguramente por eso la tradición aconseja beber en pequeñas dosis y a ser posible comiendo algo. Como hacía mi abuelo Luis, que, después de cada trocito de torrezno, daba un tiento al porrón, chascaba la lengua y decía:
Como me gusta mezclar lo sagrado y lo profano, recordaré que la regla de San Benito, madre de todas las órdenes religiosas, es muy parca la a la hora de tasar el vino: "basta a cualquiera una hemina de vino al día", dice, lo que viene a ser un miserable cuarto de litro, aunque el abad puede aumentar la ración a los enfermos. Por su parte, los antiguos griegos y romanos, que en los banquetes o simposios bebían con frecuencia, lo hacían en pequeñas dosis, que se llamaban cyathus: una copa o vaso pequeño que se bebía de un golpe (sospecho que de ahí puede venir el chato y no del euskera, como dicen algunos). Se solía beber brindando en honor de alguien y tantas veces como letras tuviera su nombre.
Una costumbre que luego tomaron los ingleses, quienes brindaban en especial por alguna joven vistosa que lo mereciera (y, siendo así, decían de ella que era "brindable", toastable). Se habla de cierta Catherin, cuyos pretendientes la llamaban Catherinette, para brindar por ella largamente, al estilo romano. Pero ella les respondía, displicente:
(Imagen: OK Diario)
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