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Los jueves a las doce 
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Los jueves a las doce 

Actualizado 17/04/2020
Mercedes Sánchez

Se conocieron sin planearlo. Coincidían en la misma optativa. Al principio, se sentaban en diferente fila, en esa cuadrícula que dibujaban las mesas verdes en la clase.

A él le sorprendían las carpetas y cuadernos que ella llevaba, de colores muy alegres, tan vitales, tan llenos de energía. A menudo, incluso a juego con sus pendientes o sus uñas. Invierno de jerséis gruesos, de cuellos altos doblados para espantar el frío. A ella le gustó su larga bufanda de listas. Un día de esos que amanecieron soleados pero hacía tanto frío a la salida del insti, él se la prestó, pues la vio muy destemplada en el camino de vuelta. Después, a ella le sorprendió no encontrarle en unos días. Pidió a otro compañero su teléfono. Cuando le llamó, él tenía la voz gangosa. Las anginas le habían jugado una mala pasada. Ese día se sintió algo mejor tras su llamada. Saber que ella llevaba cada día su bufanda para devolvérsela le hizo estar casi bien. Empezó a estudiar los ratos que no le subía la fiebre, porque no quería quedarse atrás, y estaba deseando reincorporase.

Al volver a clase, empezaron a sentarse juntos. Con frecuencia se prestaban los apuntes, los de ella siempre tenían corazones en los márgenes. Se enviaban mensajes por las tardes, se hacían consultas. Se deseaban buenas noches.

El cierre de los centros docentes les pilló por sorpresa. Los compañeros hicieron una quedada el primer día. Ellos prefirieron no ir. Eran responsables y no querían exponerse al contagio.

Los días eran duros sin poder salir, siguiendo las clases a distancia, con mil tareas que les ponían los profesores, sin estar con los colegas?

Empezaron a echarse de menos. Trabajaban en conjunto esa asignatura que tenían en común. A veces se llamaban y charlaban un buen rato. A los dos les costaba colgar. Otras, se asomaba cada uno a su ventana a ver ese mundo paralizado que parecía un sueño irreal.

En ocasiones quedaban por videoconferencia.

Recordaban sus caminos de vuelta de clase y cuando empezaron a quedar para ir también juntos a primera hora.

Comenzaron a contarse más cosas, a decir cada uno cómo llevaba el encierro.

Las llamadas se iban quedando cortas, incluso aunque fueran con imagen. También les supo a poco el vídeo que hicieron los de clase, a trocitos, para darse ánimos, con aquellos mensajes en folios y aquella música atronadoramente animosa.

Él había encontrado un tutorial, que compartió con ella, en el que se mostraba cómo hacer una mascarilla con un pañuelo bandana. Aparte de tantas dobleces, para mayor seguridad, dentro habían colocado filtros, ella de papel de cocina, él de papel de horno.

Un día, ambos decidieron ponerse de acuerdo con sus hermanos, y se encargaron de comprar el pan una vez a la semana.

Desde entonces, salían de casa los jueves hasta la misma panadería. Allí estaban, puntuales, a las doce. La primera vez se rieron, al ver ella su boca llena de rayas y él la suya llena de flores, e intentando adivinar de qué color llevaría los pendientes. Algunas veces tenían que esperar un rato en la calle, que les servía para charlar en directo, manteniendo la distancia. Pronto aprendieron a ver la alegría solo en los ojos. Otras veces era todo tan rápido, que apenas podían poco más que saludarse.

Así, las agujas del reloj, señalando los jueves a las doce, iban poniendo sonrisas en las miradas, sellando las bocas con besos invisibles, todos aquellos que nunca se habían dado y que aún tendrían que esperar.

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