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Hipocresías
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Hipocresías

Actualizado 16/04/2020
Valentín Martín

No podemos evitar haber nacido en un fondo griego, disfrutar luego de una agitación romana, y por el camino haber sido tan polígamos que nos hemos abierto de piernas al pulular de todas las nacionalidades. De ahí salimos españoles con toda esa estenografía mental: furiosos como el mercurio, nutridos como los trigales, y casi nunca piadosos.

Debe de ser por culpa de nuestra memoria tan frágil. Pero no dejo de oír que somos una gran nación. Y sin embargo, henchidos de invasiones y vanidades, creo que ni siquiera somos una nación. A nosotros se nos conoce de uno en uno, y a ser posible en un laboratorio de atmósferas sintéticas.

Hace poco oí que la raíz cuadrada ha dejado de usarse. Oh, qué tiempos aquellos cuando la raíz cuadrada era el agua bendita que bautizaba la diferencia entre tontos y listos. Por fin sabemos algo: que todo lo bueno es sencillo.

Recuerdo el día en que me senté por primera vez frente a 40 niños. Yo estaba de paso, no me había desposado con el dulce anillo de la enseñanza. Pero íbamos a estar juntos un año y me acordé de mi amigo Requejo. Y como él pensé: me han dejado estos hijos como hijos. Y así me apliqué más allá del orgánico tiempo de clase, como una obligada radiación ininterrumpida.

Cuando terminó el curso, con una tesina que luego resultó un libro culpable de mi corrupción pasiva, me vi de pronto en Madrid por culpa de Amparitxu. Madrid era el corazón de las galaxias españolas, y quién sabe si un error.

Pero allí estaba yo, ahora frente a una veintena de corceles de 15 años. Ninguno era aquel Ignacio, de Martín Vigil, pero a todos ellos la vida también les salía al encuentro. Y yo, otra vez de paso y dudando. Entre la Lengua y la Literatura, mi pasión por esta última era más fuerte que el amor femenino de Cinco Farolas. Quizás yo estaba cometiendo una tropelía. Porque aquellos 20 que yo tenía en las manos habían de examinarse de reválida de cuarto curso de bachillerato.

Una voz me tranquilizó: haces bien, la lengua cambia, pero Machado es para toda la vida.

Y aquello fue tan verdad que ya no entiendo nada más que a Machado, en el nuevo idioma estoy pez. Y encabronado cuando leo a algunos docentes (maestros, profesores, ahora docentes se llaman a sí mismos, da igual) decir que para qué les obligarían estudiar latín si no sirve de nada. Cuánta ignorancia. Y cuánta arrogancia al escuchar a un individuo que ellos no son docentes las 24 horas del día. Es evidente que equivocó su profesión si se limita a enseñar su asignatura en el tiempo que le ordenen y luego se cambia de camisa como hacen las culebras por mayo, y se va a sus asuntos.

Ser maestro, profesor, docente, sanitario o periodista es no despojarte de esa condición nunca. Hay profesiones que obligan a estar en alerta y no hace falta decir por qué. Ese individuo y su tribu tan analógica, si se entienden así, son sólo funcionarios (con todo el respeto para los funcionarios).

Tengo miedo. Desde el aislamiento en que lucho a solas contra la asfixia del covid 19 tengo miedo. Por no ganar esta vez al aleteo de la orgía de la muerte, y sobre todo por dejar a mis nietos en manos de esa generación que ha hecho de la docencia una contradicción entre su oficio y el sarcasmo de su propia vida. Y una endogamia comunal que no concuerda con lo que la sociedad necesita, ni con su autocanonización individual tan voceada. La depuración de los republicanos ha devenido en otra raza clasista a su manera. No tengo a mano ya -y bien que lo siento- a Caro Baroja para que me explique los rincones de la condición humana. A ver si mis nietos tienen suerte y una península excepcional los salva. Porque las hay.

Menos mal que siempre tendré a Charo Alonso, profesora ejemplar dentro y fuera del instituto. Algún día hablaré de ella.

Hay costumbres muy agradecidas que se convierten en populares, como esos aplausos a los sanitarios que tratan de salvarnos la vida. Pero en una respuesta a un poema de mi amiga Montserrat Villar González planteé una cuestión. Me preguntaba cuántos de los que abren las ventanas para aplaudir a los sanitarios públicos abrieron en su día con sus votos la puerta a los gobiernos que desmantelaron la sanidad pública española.

Incluso voy más allá: cuántos sanitarios que ahora se ven sin medios para combatir un enemigo que ni sospechaban, votaron también al mismo partido que perpetró durante años esa escabechina.

Si tomamos como termómetro aquellas manifestaciones de las batas blancas los sábados, puedo decir que yo estuve allí para apoyarlos. Yo que no soy usuario de la sanidad pública. Y que cada sábado vi mucho personal administrativo y auxiliar, bastante enfermería, y menos médicos de los que querría. La mayoría andaba a su familia y a sus asuntos, la vocación sanitaria tiene sus horarios. Y lo comprendo: un médico amigo subdirector y coordinador quirúrgico de uno de los grandes hospitales de Madrid, encabezó una rebelión contra Esperanza Aguirre cuando esta quiso hacer un expolio. El médico amigo lo pagó caro y sigue pagando.

Y ya, un último dato que a lo peor es escasamente relevante ¿cuántos médicos españoles se ven obligados a trabajar en los dos bandos, la sanidad pública y la sanidad privada? El primer médico muerto en Madrid por el coronavirus era uno de ellos.

Uno no gana para asombros: la presidenta de Madrid volvió a llamar a su equipo al individuo que ejecutó el desmantelamiento de la sanidad madrileña. Como la clase médica que queda con la dignidad intacta puso el grito en el cielo, acudió a lo de siempre: creación inmediata de una empresa fantasma y que la hija del repudiado se pusiese al frente de ella para gestionar el sector de las residencias, de las que salió Ciudadanos después de tener que llamar al Ejército para que contase los muertos, que ni siquiera eso sabían.

Qué tristeza añadida cuando contemplas la obscenidad de una clase -políticos, medios de comunicación y ciudadanos- que aprovechan la guerra en que el mundo entero lucha por la supervivencia, para sacar réditos personales mediante el acoso o las catacumbas. Lo digo ahora que puedo. Porque mañana a lo peor se cumple la profecía de Charles Boyer y se quitan de en medio una mosca cojonera.

A veces es mejor reflexionar que tocar las palmas.

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