En tiempos de confinamiento yo me confino de verdad. Me niego a enseñar más que este trabajo de bordadora de palabras. Me escondo de las pantallas que quieren algo más que mi voz, me retiro de la muestra del espacio en el que recluimos nuestra impotencia frente al virus. Me confino con el pelo y la piel agotados de encierro, la voz detenida por la mascarilla que me regala mi vecina, esa vecina luminosa que baja un tutorial de internet para coser las telas que tapan el beso y que huelen a jabón laborioso, a manos limpias, guante que se rompe porque me niego a quitarme el anillo que nada vale pero que para mí tanto valor tiene porque lo compré justo un día antes de irme a México a ver a Elena Poniatowska, en la Plaza salmantina que a ella tanto le gustaba. Un anillo que a ella le bailaba tanto en sus finos dedos que al final, me lo quedé yo, plata pobre y azul de piedrecitas ya gastadas de tanto roce con el mundo al que ahora toco sin miedo porque se me olvida.
Elena Poniatowska salía a trabajar como periodista en los años cincuenta enfundándose sus guantecitos blancos con pequeños botones imposibles de abrochar. A las mujeres nos enseñaron a ir tocadas y enguantadas, la cabeza cubierta y las manos enfundadas en la piel y el encaje que nos separaba del mundo y sus desdichas. Mi abuela, mi madre, mis tías iban a la iglesia cubiertas por la mantilla sutil del respeto, la cabeza a salvo de todas las libertades. Porque una mujer sin sombrero no era más que una perdida que total, sabe latín y hasta malas artes para no aceptar su destino de ama de casa y señora de sus labores. La cabeza desnuda era peor que estarlo del todo, en cueros como si la piel fuera tan peligrosa como las ideas o más, porque las ideas no se ven y la piel grita más allá de la ropa.
En tiempos de confinamiento nos cubrimos de plástico, de miserables bolsas de basura a falta de equipos adecuados. En tiempos de confinamiento las imágenes tienen una geometría de vacío y de resbaladizo aislamiento. Son líneas sepulcrales de camas de hospital, féretros que nadie vela, cifras que escalan, gráficas de lo que no podemos imaginar, de ahí que los ojos cansados de leer, cansados de mirar a través de la ventana que no podemos atravesar, se queden enganchados en un pie.
Un pie de hombre enfundado en su calcetín, un pie bajo la mesa de trabajo, en un ángulo imposible, despojado del mocasín limpio que está más allá, los zapatos que ya no pisan la calle, sino el despacho infinito de este hombre que ha dejado libre su pie olvidado de que la mesa no oculta el descuido. Un hombre que es el alcalde de Madrid, inclinado sobre los papeles que cuentan los muertos o a los ineptos, un hombre sin gafas, ojeras y quizás, cuidadoso abandono entregado a la colectividad para el fotógrafo. Un hombre que lo dice todo con su pie descalzo en ángulo imposible, un pie desnudo de toda formalidad, un pie que ya no sabe qué hacer sino retorcerse por falta de paseo. Ese pie que sostiene y que ahora no tiene tierra en la que echar raíces. Un pie más humano que el resto del cuerpo. Un pie que sale del confinamiento.
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