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Actualizado 26/03/2020
Valentín Martín

Hemos sido injustos con Félix Maraña. Lo digo sin la acritú andaluza de aquel filibustero que el olvido guarde. Lo repito con la certidumbre de saber que estás ante alguien que te entiende, que nos entiende. Que sabe. Y que sabe que sabe. Porque Félix Maraña -un humorista en paro, se define él- hace tiempo, mucho tiempo antes que todos, científicos y políticos, reclamó que el gobierno rojo declarase el estado de alarma, o el estado de guerra, como se quiera llamar a algo que estaba gritando desde la Constitución y un país que entraba en coma. Félix clamó en vano. Me confieso pecador porque yo lo digo, ahora que ya es tarde. Y aclaro que no estoy sobando el lomillo a Félix, ni él ni yo nos acostumbramos a esa liturgia.

Me digo a mí mismo que Fernando Simón se equivocó. O que el gobierno rojo tuvo miedo a los poderes que dan pánico desde cuatro comunidades que mandan. Porque cuando el entonces presidente Zapatero aprobó la Ley de Dependencia, Esperanza Aguirre que hacía y deshacía a su antojo en Madrid (veremos en qué queda lo suyo ante el juez) respondió al envido: aquí eso no se aplicará nunca. Y no se aplicó. Ella y Cifuentes despreciaron desde su reino de taifas al otro gobierno rojo. El último año de Cifuentes, Madrid devolvió 45 millones de euros de la Ley de Dependencia, porque sobraban. ¿Cómo no iban a sobrar si no se había gastado ni un euro? Quizás es que los gobiernos rojos intentan gobernar para todos y no pueden, son cautivos de su miedo o sus excusas. Incluso miedo a la iglesia católica. ¿Por qué se atreven a cerrar todo el país menos las misas? No hay que extrañarse, hasta Franco -a quienes unos locos quisieron hacer cardenal- se acojonó con el obispo Añoveros.

En este país han gobernado siempre los validos, esos que ahora se llaman asesores. Los asesores cambiaron la historia de España cuando los dos hermanos -Pedro I y Enrique de Trastamara- se reunieron a negociar el 14 de marzo de 1639 en el castillo de Montiel. Acabaron a cuchilladas, que es como terminan muchas veces las negociaciones. Mi madre me contaba, cuando era yo era chico, que iba a ganar Pedro pero que fue el francés Beltrán Duglesclín, asesor mercenario de Enrique, quien sujetó a Pedro con la famosa frase "ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor". Y ahí acabó el reinado de Pedro.

A mi madre le fascinaban la lectura y la historia. Al amor de la lumbre de aquellos años de posguerra era muy fácil confundir la historia con la leyenda. Pero en cualquier caso sirve para valorar el papel de los asesores. Durante años, Pedro Arriola, el marido de Celia, gobernó este país diciendo a los presidentes del PP lo que debían hacer. O en el caso de Mariano Rajoy, que no hiciese nada de nada. Y así ver pasar el tiempo en los calendarios desde La Moncloa. No voy a decir si Iván Redondo, el que ahora nos gobierna, está a la altura de su cargo. Pero si me preguntáis, tengo que responder que me fío mucho más de los análisis y diagnósticos de Félix Maraña.

El caso es que con la abrumadora guerra del coronavirus, se nos escapa el debate de la monarquía. Felipe VI ha abierto el melón aquí cuando el melón ya estaba abierto desde fuera. Y el presidente Sánchez ha dicho, cuando le han preguntado por el repudio del hijo al padre, que el gobierno -y sobre todo él- no sólo están de acuerdo con Felipe VI sino que consideran muy necesario lo que ha hecho. Como si hubiera sido una insinuación del propio gobierno.

Veremos qué recorrido tiene todo esto, apaciguado bajo la nube tóxica de tantas muertes. Porque en este país se han tolerado siempre los devaneos amorosos de Austrias y Borbones, pero me da en el hocico que el personal ya se está cansando de tanta ingeniería económica que hace inmensamente ricos a algunos mientras hay tantos pasándolas putas.

Y eso fue siempre así, desde los tiempos niños en que mi madre me contaba historias de la Historia. De hecho, Pedro I, el muerto a manos de Enrique, tenía por costumbre acudir cada noche a un convento de monjas muy guapas que había cerca de su castillo. Y se llevaba una Corina distinta a su cama, no le gustaba dormir solo. Ningún reproche, el sexo consentido es el suceso más feliz.

De lo que no estoy yo muy seguro es si la gente ahora mismo aceptaría refundar el Estado. Otra vez el miedo. Y la ignorancia. No vale como encuesta universal mis pequeños chequeos los veranos rurales. Decía yo República y contestaban: pero rey tiene que haber, sin rey no se puede estar. Y ante mi extrañeza respondían: porque si no hay rey te quitan la casa. Ya sé que esa argumentación es de Hermano Lobo, pero no despreciemos las deducciones asombrosas porque también ellos votan.

Y termino ya con el rey que dejó de ser rey. Puedo afirmar -porque lo viví- que prestó más servicio a este país cuando estaba dejando de ser Don Juanito que cuando fue luego Juan Carlos I. Entonces, cuando los enviados clandestinos a Francia donde, quieran o no quieran la legitimidad democrática la tenía el Partido Comunista y los socialistas de Rodolfo Llopis no pintaban nada, Don Juanito se la jugó.

Probablemente no hubo ni un gramo de patriotismo en ello y fue una huída hacia adelante. Le estaban moviendo la silla en El Pardo junto a algunos generales y un grupo de falangistas con Solís Ruiz a la cabeza. Seguramente alguien le convenció de que una monarquía o era parlamentaria con todos los partidos legalizados o seguiría enseguida los pasos del cadáver de Franco. Pero abrió las puertas a la democracia.

Y desde ahí, su papel quedó muy reducido, sin margen de maniobra político, como debe ser. Sólo estuvo atento a salvar la corona, que corrió peligro más de una vez. Sirva un botón como muestra: cuando su hijo les amenazó con renunciar a los derechos dinásticos si no le permitía casarse con Eva Sannum, se alió con el diablo porque eso suponía el fin de todo. El diablo era el socialista Peces Barba, con gran influencia sobre el príncipe. Un príncipe que si ahora mismo es Fernando VI se lo debe al socialismo porque Gregorio sí fue capaz de sacarlo de los brazos de la noruega.

Termino con una recomendación para los amigos, que son lo más importante de mi vida: desconfiad de los historiadores oficiales de ahora. En un libro de uno muy famoso he leído una barbaridad: que un grupo reducido (entre los que había algún periodista) se reunía periódicamente en casa de un señor importante con más influencia sobre Don Juanito que Peces Barba. Y que cuando tocaba reunión, cada uno se encontraba una moneda de oro debajo de la servilleta.

Primero: las reuniones nunca se celebraban en casa del señor importante, muy celoso de su intimidad. Y lo de la monedita es para descojonarse con el historiador. Porque todo era subterráneo, sí, pero mucho menos retorcido. El grupo solía llamar de vez en cuando a alguien de fuera de España porque actuaba de transmisor del pulso extranjero. Y fuera estaba Juan Antonio Samaranch, que desde su puesto de embajador en Moscú oteaba horizontes.

Samaranch era un franquista millonario y también el coleccionista de monedas más importante del mundo. Y en su visita a Madrid regaló a cada uno del grupo un estuche con monedas.

Debajo de la servilleta nunca hubo nada.

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