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Besar a la vida en la boca (Para animarnos)
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Besar a la vida en la boca (Para animarnos)

Actualizado 26/03/2020
Antonio Costa Gómez

Cuántos viajes he preparado en mi vida. Muchas veces me lo pasé mucho mejor, viví más intensamente, que luego realizándolos. Y muchos de ellos no los realicé, pero viví mucho al prepararlos. Recuerdo estar hasta la madrugada pensando posibilidades, podría hacer esto o aquello, podría ver este lugar o el otro, podría ir por esta ruta, podría ir por la otra, aquí podría ver esto, allí podría acudir a lo otro. Hasta la madrugada consultando libros, guías para viajeros independientes, lecturas curiosas o profundas sobre países, sobre ciudades, detalles apasionantes que hay en tal sitio.

Recuerdo cuando pensé en ir en trenes desde Vigo a Vladivostok, de un extremo a otro del viejo mundo, cuando después lo varié hacia Shangai. Recuerdo cuando imaginé viajes por etapas hasta lo más remoto de China, hasta los confines de Himalaya, o las aldeas secretas llenas de encanto del centro sur. Cuando pensaba ir en el tren de dos días que lleva desde Pekín a Lhasa en el Tíbet. Pero también me planteé atravesar Estados Unidos por el norte, porque yo odio los calores del sur, e ir desde Nueva York hasta Seattle, pasando por Chicago, tal vez desviarse hacia el pueblecito lírico e intenso que inspiró "Winesburg, Ohio" de Sherwood Anderson, tal vez apartarse para ver las cataratas del Niágara, y luego atravesar todas las soledades de nieve del norte, cruzar en tren durante varios días, después de Minneapolis y de Fargo, hacia Seatle y su aguja pasando por el Parque Nacional del Glaciar.

O me imaginé cruzando África de norte a Sur, desde Tánger a Ciudad del Cabo, o de este a oeste, desde Luanda a Dar es Salaam. Y lo planeaba con todo detalle, miraba cómo había que hacer, que se puede ver en el camino, en qué hoteles me podría alojar. Y también proyectos más modestos como dar la vuelta con calma a la península ibérica, recorrer los Pirineos de un extremo a otro, acercarse a las misteriosas ciudades negras de Auvernia en Francia. Ir en el Transiberiano, por qué no. Viajar por la costa sudamericana desde Buenos Aires hasta Cartagena de Indias, o hacerlo por el interior atravesando Bolivia. Aunque uno se encontraba de ese modo con barreras prácticamente infranqueables. O dar la vuelta a Australia. Un recorrido en autobús por toda Centroamérica lo preparé con todo detalle, y estuve muy a punto de hacerlo, concreté al máximo todas las etapas, con los paseos y los hoteles. Pero al final salté en avión desde Colombia hasta México.

Y muchos itinerarios soñados sí que los hice, y en algunos casos fue mejor el sueño que la realidad, aunque en otros la realidad me dio matices que nunca pensaría, que parecían otros sueños. Estuve en muchos sitios y viví muchos sueños. Pero todo el mundo debería hacer estos planes, viajar mentalmente por todos los itinerarios del mundo, y sentir mentalmente toda la riqueza que tiene, todas las infinitudes de experiencias que ofrece, por no pensar en otros planetas. Este planeta es concretamente, de verdad, con toda la verdad, tan mágico, tan asombroso. Puede ser una experiencia de plenitud solo plantearlo, solo pensar en ello hasta las madrugadas.

Pero lo principal es estar vivo en cada segundo, mientras uno hace planes, mientras proyecta viajes con toda la concreción, mientras ve cosas en su cabeza y con sus ojos. Lo principal es comprobar la infinita riqueza de la vida en todas partes y los millones y millones de seres humanos tan vivos y sorprendentes. Pero nuestra propia habitación puede ser tan sorprendente, tan extraña, tan emotiva. Nuestra casa puede estar vibrando secretamente si sabemos sentirla. Lo principal es que vibremos, que nuestra sangre se mueva, que nuestras visiones circulen, que estemos latiendo hasta el final. Los peor es que los minutos que tenemos de vida no los vivamos, que estén vacíos, que el tiempo sea como una alfombra sucia y vacía extendida a nuestros pies. Lo peor es que la vida no la vivamos, no nos enteremos de ella.

Deberíamos estar vivos hasta el final, y sentir qué asombrosa y rica es la vida, qué interesante es la vida, tal como lo muestra sobre todo la literatura, pero también nuestra sensibilidad y nuestra mirada cuando se libra de prejuicios y encierros. Y veo tantos libros en mi apartamento, tantos tomos que aún no he leído del todo, donde hay tantas experiencias, tantas visiones, tantos puntos de luz cálida. Lo principal es darme cuenta de que estoy aquí, de que sigo vivo, de que los demás también lo están, de que podemos darnos tantas cosas. Y me doy cuenta de que en el tomo de Shakespeare que tengo todavía no he leído "Coriolano", "Cimbelino", qué sé yo, y en el tomo de Dostoievski todavía no he leído "Notas de invierno", "El eterno marido", qué sé yo. Y las obras que sí he leído no las recuerdo apenas y podrían darme tantas cosas si las leo otra vez, y mi apartamento puede vibrar, puede atravesar por todos los sectores de la vida.

Lo importante es que me dé cuenta de la vida y la admire y la toque hasta el final. Lo importante es que bese a la vida en la boca, note toda su calidez, todo su latido, toda su sensualidad estremecida, toda la circulación de su sangre, todos los asombros y los misterios. Y que la vida me mire concretamente, me mire con mirada directa, aunque eso a la gente le parezca muy abstracto. Pero no es nada abstracto. A veces los cuartos más pequeños se me confiesan, se me revelan, se acercan a mí temblando de una manera inusitada. Yo viví a los veinte años en Compostela en una habitación diminuta, la forraba con cartones para la humedad y salían hongos en las esquinas, las tejas estaban rotas y en invierno me llovía en la cara, tenía un hornillo y empalmaba cien veces la resistencia rota para que me sirviera de calefacción. Pero allí leía a Thomas Merton y tenía las experiencias más prodigiosas. Yo creo que lo importante es sentirnos vivos hasta el final, hasta el último segundo besar a la vida en la boca.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR / Marc Chagall, Los enamorados, Museo Leopold, Viena

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