Iba mi padre a arreglarle las máquinas de coser a las monjas y rompía la clausura con esa música de pedal que une lo roto e hilvana lo necesario que fue mi canción de cuna. Y la hermana portera, la que había salido a recibirle y a barrer los suelos con el hábito teresiano, recogía del suelo los trozos de hilo que mi padre tiraba al suelo a medida que cargaba la cañilla o probaba una y otra vez la subida y bajada de la aguja que una vez me atravesó el dedo. Nunca más volví a intentar coser a la máquina de mi madre.
Las monjas de mi padre cosían para afuera; las mujeres de las tierras donde luego yo di clase entre los berrocales de Ávila, quemaban los motores en un intento desesperado de hacer más sábanas, más manteles, la espalda encorvada contra la Singer, la Refrey, la Alfa vieja, el pedal del motor abrasado de laboriosidad, los ojos agotados que se esfuerzan por enhebrar la aguja. Iba mi padre de nuevo con la zapatilla del motor, y ellas le pagaban cuando cobraban el trabajo acabado, toneladas de tela que salían de las cocinas de aquellas mujeres de campo duro hechas a la constancia de la máquina de coser, pieza tras pieza. Era el patrón de todas las que no solo trabajaban para la casa, un jaretón al vestido de la niña, unas cortinas, los manteles y las servilletas con el zigzag del diario y geometría de ojales, sino que se ganaban un dinero de modistas más finas, de pantaloneras, de obreras de llevarse las piezas a la casa y ensamblar lo disperso. Eran las mujeres que montaban una cooperativa y se podían a coser al arrullo del motor eléctrico hasta que lo quemaban, horas y ora et labora como las monjas hacendosas, ahorradoras, que recogían el hilo de los días, parcas de todas las escaseces.
Mi padre ahora, sentado en el desvelo de los días de confinamiento, me señala el periódico que yo misma le he llevado:
-Mira, ahora se ponen todos a coser mascarillas.
Y resuena en su cabeza el zumbido de todos los talleres que montó en Béjar y luego, con la crisis tuvo de ver cerrar con tanta pena. La deslocalización acabó con la industria a la que le entregaron la vida sus hermanos desde los tiempos en los que vendían no sólo máquinas de coser, sino televisores cuyas antenas montaban con esa insensatez que solo se tiene de joven. Mi padre, con el tiempo, dejó de subirse a los tejados y desarrolló un vértigo tan espantoso que ni siquiera mira a la calle desde su sexto piso.
En el taller del corazón, mi padre sigue arrojando al suelo los hilvanes de la vida, aquello que nunca sobra pero que demuestra que sigue engrasada la feliz rutina de los días. En los conventos de clausura sonaban las voces celestiales de esas monjas que, en la Veracruz, eran un triángulo de luz contra el retablo barroco. Quietud tan plena. Encierro voluntario en la inmensidad del tiempo y del espacio reducido. Casa común donde marcar las horas con el consuelo de la liturgia. Es la hora del Ángelus por las reverendas madres dominicas, se reía mi padre imitando aquella cantinela de la radio franquista, y la pena nos deshilacha el alma arrancando los pespuntes diarios del afán y la constancia. Tocan a rebato con música de máquina de coser y manos que ensamblan la mascarilla del consuelo mientras mi padre recorre aún los pasillos cerrados de la memoria. Y deja caer, con toda la intención, hilos blancos que son las delicadas telas de araña que la monjita recoge mientras él se ríe porque sabe que va a reñirle? nada sobra en esta casa. Nada, nada.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez
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