Como es imposible sustraerse a la tragedia del coronavirus, la gente se la está tomando con humor.
No me extraña. Es la mejor terapia. La de la intrascendencia.
En vez de tirarse por la ventana, la gente enclaustrada en casa se dedica a imaginar diversiones para ellos y para los demás. A riesgo, incluso de bloquear las redes sociales, hacerse amigo en Facebook de gente que apenas conoce o volver a hablarse por vídeo llamadas con el pesado de su cuñado a quien juró no volver a ver.
Por eso, en medio de la calamidad de estos días, uno descubre el placer de carreras de canicas en vez de las de Fórmula 1, o de partidas de barcos a voz en grito con los vecinos en lugar de lóbregas y humosas partidas de póker.
Se trata, digo, de la belleza y el placer de los actos intrascendentes. Es decir, de aquellos que no pretenden arreglar el mundo, pero que en su simpática pequeñez nos ayudan a comprenderlo mejor a él y hasta a nosotros mismos.
Eso es lo que han hecho siempre los articulistas geniales. Por eso recuerdo en estos días a dos columnistas de hace un siglo, con cuyos escritos aún continúo gozando de vez en cuando. Son Fernández Flórez y Julio Camba, exquisitos y lúcidos cronistas parlamentarios cuando tuvieron ocasión de serlo, pero sobre todo comentaristas de lo cotidiano, con una agudeza que les permitía diseccionar tronchantemente la realidad, como La teoría del gallego, del primero, o El guardia inglés objetivamente considerado, del segundo.
Lástima que el género de la ironía inteligente, y banal, en apariencia, no se prodigue hoy día. A los añorantes o buscadores de este tipo de artículos debo recomendarles a mi amigo, el ilustre polígrafo valenciano Carlos Pajuelo de Arcos, que es capaz, por ejemplo, de sacar un jugo insólito al forzoso encierro vírico de estos días con actividades a cuál más peregrina.
Beneficiémonos, pues, de su ingenio.
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