Esta noche la nieve ha cubierto el paisaje, como hicieran -oscureciéndolo- ayer las nubes, al interponerse entre el campo y el sol. Pero de igual modo, aunque con mayor lentitud, la lluvia deshizo lentamente, como si esta se batiera en retirada, a la nieve. Esta segunda mañana de la cuarentena esta nieve que nos ha amanecido extendida como una sábana blanca sobre el campo, no era la nieve feliz de mis poetas leoneses. No era, precisamente, el crujir de la luz en la infancia de Antonio Colinas; ni tampoco aquella a la que yo aludía desde esta misma ventana al evocar la Memoria de la nieve en la que Julio Llamazares escribía aquello de: "Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve".
Si acaso esta nieve, y la posterior lluvia, se nos mostraban a todos como parte del atrezo, junto a las calles vacías y los comercios cerrados, del escenario en que se desarrolla la cuarentena y su recientemente nombrado portavoz: el estado de alarma. Hoy la nieve y la lluvia ensombrecían un paisaje más bien lovecraftiano, desangelado, sin alma alguna. Un paisaje del que todos ansiamos no llegue a surgir ser extraño alguno, como ocurre en los relatos de este escritor.
Donde yo paso la cuarentena, en Altaïr, a lo largo de la mañana aparentemente solo los gatos disfrutaban de un día como hoy, con el agua y la nieve (en retroceso desde el alba) campando a su antojo. Ellas, como un regalo extraño de la naturaleza que ha tenido a los animales nerviosos toda la noche (solo los de más edad la habían conocido ya), han decorado su día, acabándoles por volver, a ellos también, melancólicos.
Foto: Asunción Escribano
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