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Carnavales, carnestolendas, antruejo
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Carnavales, carnestolendas, antruejo

Actualizado 22/02/2020
Eutimio Cuesta

Carnavales, carnestolendas, antruejo | Imagen 1

De tres formas diferentes, se nombran los tres días de asueto, que preceden al miércoles de ceniza. Tradición que viene de largo, con raíces paganas, que tenían como protagonista a Baco, dios del vino: unas fiestas que, en sus inicios, tuvieron carácter sagrado, pero, con el tiempo, se convirtieron en fiestas orgiásticas, en las que las protagonistas eran las mujeres y sus lindezas. Algún senador romano intentó volverlas a su significado inicial, pero solo consiguió moderarlas un poco, sin embargo, siguieron con sus "bacanales ruidos", y, hasta cierto punto, fueron respetadas por la Iglesia católica.

En la Edad Media, se cambió su nombre por el de carnaval o el de carnestolendas y, entre el vulgo, por el de antruejo, vocablos que incitan a la francachela y al divertimiento, como desquite ante el ayuno y la abstinencia que demanda la Cuaresma. Estos desenfrenos los recoge Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en su "Libro del buen amor"; nos lo cuenta en un pasaje que él titula "La batalla de don Carnal y doña Cuaresma". Este enfrentamiento encarnizado, entre el poder de la carne y del espíritu, lo presenta el Arcipreste con todo su ensañamiento; por fin, la moderación y la cordura han conseguido que don Carnal y doña Cuaresma se sienten en torno a una mesa, hablen, se entiendan, enmienden caprichos pasados y se estrechen, por siempre jamás, la mano de la concordia.

Ambas partes han reconocido que la fiesta y la penitencia, el amor profano y el amor divino, el disfrute y la mortificación son compatibles, pero dentro de los límites de la cordura, del respeto mutuo, de la moderación y de la buena conducta. Con este compromiso, firmaron la paz y, hoy, conviven y disfrutan tanto la costumbre de uno, como la tradición ritual de la otra, manteniendo, como debe ser, los dictados de la raigambre.

A partir del siglo VI, el carnaval adquirió gran preponderancia en Italia, particularmente, en Venecia, cuyo esplendor excedía toda ponderación. Esta costumbre se esparció por todos los países europeos católicos, luego, cuando los españoles, franceses y portugueses empezaron a controlar el continente americano, también comenzaron a celebrar estas fiestas en los nuevos territorios (El famoso carnaval de Brasil).

Con este entendimiento de partes, ya no se tiene que ayunar, durante cuarenta días y cuarenta noches, ni la dulzaina de Pachulo tiene por qué recluirse en el desierto de su funda durante los domingos de cuaresma; ni es necesario comprar la bula de la santa cruzada para poder librarse del ayuno y de la abstinencia; ni existe la obligación obligada de asistir a la catequesis y al sermón todos los domingos después de cenar; ni hay por qué registrarse de haber cumplido con Pascua. Ahora se cumple libremente, quizás con más convicción, pues ya no existe la imposición. Ahora la alegría y la penitencia se hermanan, siguen con la misma complicidad, con la misma sinceridad, porque no tiene por qué enfrentarse el mundo profano con el mundo espiritual

Y con este preludio, que huele a metafísica, nos adentramos en la víspera de los carnavales de este año, que se suponen van a ser muy animados y de buen ambiente, pues anuncian que acompañará el buen tiempo, y los cierzos aplacarán sus impulsos y se sumarán al jolgorio.

Antiguamente, los carnavales se iniciaban el jueves de compadre y el jueves de conmadre, así se denominaban los jueves anteriores al domingo gordo o de carnaval. Los protagonistas éramos los niños, aunque no faltaban adultos que seguían la broma. Esos días, los niños no teníamos escuela por la tarde, nos revestíamos con los aparejos desechados de los padres y de las madres; pintábamos nuestras caras de hombre: con barba, bigote y patillas, con corcho quemao, y las muchachas se untaban la cara con harina y se embadurnaban los labios con el pintalabios de sus hermanas. Y salíamos en panda por las calles a armar mil picias; visitábamos a la abuela o a la tía, para que nos vieran y sacarles algo. Yo recuerdo que mi abuela me daba una perra chica y alguna castaña pilonga o bellotas, que guardaba en su faltriquera. Cuando nos recogíamos, las madres solían obsequiarnos con un plato de puchas, que preparaban con agua, harina, azúcar o miel. ¡Qué ricas nos sabían!

Hoy la tradición se sigue viviendo, pero de otra forma. Las cosas han cambiado a bien en muchos sentidos. Mañana, sábado y los demás días, se llenarán los bares y calles de pandas disfrazadas de mil atuendos y máscaras.

Ya lo dijo, muy acertadamente, Calderón en su "Gran teatro del mundo": lo importante es que los actores y los espectadores podamos siempre disfrutar de la paz de la sonrisa".

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