No es una cuestión de grados de temperatura en relación con el promedio anual, ni de persistencia de la intensidad de las nevadas o de la presencia de las nieblas. Tampoco tiene que ver con el calendario, sea este el que rija según qué hemisferio o de acuerdo con la proximidad a los trópicos. Menos aun con la laboriosidad que trastruecan determinadas especies pasando de un estado de hiperactividad a otro de quietud casi plena, o de cambiar la naturaleza de los quehaceres saltando de los caseros a aquellos que se desarrollan en el exterior. No.
Es algo más complejo lo que me acontece cuando pienso en el invierno, ahora que, al menos en el hemisferio norte, nos encontramos técnicamente en la mitad de la estación. Porque las estaciones, con independencia de atender a pautas astrológicas explicativas de la relación entre el planeta en que vivimos y el resto del universo, son también producto de una construcción cultural.
El legado de siglos y de millones de experiencias humanas destilan una manera de entender el entorno y de dar significado a las cosas que acontecen. Pero así mismo cada uno lo filtra de conformidad con el desarrollo de su vida de modo que configura su peculiar calendario, con su significado y sus hitos particulares no siempre parejos al desenvolvimiento del clima. Se trata de una ordenación secuenciada del tiempo que fija sus avatares buscando cierta previsibilidad, una orientación en la maraña del acaecer.
Los hábitos se amoldan a lo que toca. Las expectativas se validan como debe ser. A veces la anomalía se ve justificada explicando el sorprendente acontecer. ¿Por qué una tormenta en enero? Además, en su peculiaridad, el invierno configura el postrer estadio, la etapa de lo que pareciera estar a punto de su final. Aquella estación terminal de la que ya no hay regreso.
Es frecuente encontrarse desde hace apenas un puñado de años con la expresión "zona de confort", que alude al entorno en que individual o grupalmente las personas hallan equilibrio y seguridad, satisfaciendo sus expectativas. Durante mucho tiempo el invierno no formaba parte de ese tipo de espacios. Al contrario, la inclemencia del clima, la falta de luz, la parálisis de la vida vegetal, hacían de estos meses un periodo inhóspito que debía quedar rápidamente atrás pues de lo contrario era el imperio de la muerte.
El éxito de las políticas de bienestar mitigó esta situación, primero, y, seguidamente, la trastocó convirtiéndola en una estación vivible. Una gran mayoría entró en una zona de semi confort. Sin embargo, eso no es así para quienes la calle es su único espacio haciendo de la esquina o del portal de la iglesia el lugar donde conseguir unas monedas; en busca de futuro se lanzan al océano en pateras que posiblemente no llegarán a su destino; habitan en viviendas precarias en las que se interrumpe el suministro de la luz. El invierno es también equívoco para aquellos mayores ingresados en residencias que nunca reciben visitas.
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