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Lugares que son casa en cualquier parte
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Lugares que son casa en cualquier parte

Actualizado 24/01/2020
Catalina García García-Herreros

Lugares que son casa en cualquier parte | Imagen 1

Aquella mesa hacia la que levantabas los brazos para alcanzar las cosas de llevar con ambas manos, y con mucho cuidado, por recomendación de tu madre. Aquel parque con columpios diminutos ante los que, ahora, te preguntas cómo es posible haber alzado tantos vuelos, más alto, más alto, desde allí, si apenas se sostienen, lo mismo que tu cuerpo de aquel tiempo, tan recién empezado en la posibilidad. Hay lugares que son casa en cualquier parte anclados en el ojal de la memoria. Ese ojal puerta secreta hacia el país de los relatos que se cuentan los tíos entre ellos y en los cuales equivocan los colores. Porque aquel coche era azul y no verde, aunque el tío Mario y el tío Juan cuestionen, con jolgorios que alborotan sus canas, que aquella primera camioneta en cuyo platón saltábamos los niños fuera del color de la guayaba. Aunque se sigan sofocando de risa mientras brindan por los viejos buenos tiempos.

Estar en casa es tan sencillo como eso. Empezar a pensar en esas voces que aliviaron, con sus cantos, tus miedos, y explicaron, con paciencia, uno a uno, las respuestas de todos tus porqués. Por qué el agua es transparente, por qué sentimos frío, por qué no podemos quedarnos toda la noche despiertos, por qué Pinocho está hecho de madera y por qué, con qué argumento demostrable, si decíamos mentiras empezaba a crecernos la nariz. Por qué vuelan los animales que lo hacen, por qué los gatos, por qué la leche, por qué tenemos que levantarnos con el alba, por qué la vaca nos regala la comida de su hijito, por qué tenemos que tocarla despacio para que salga de ella, en ese cuenco, lo de beber al desayuno en la mañana, justo antes de subir por el sendero por el que se levanta el sol, con su calor y con su estanque convertido en piscina en donde todo era destello y algazara para refrescarse.

Los fines de semana junto a las hojas cafetales hirvientemente verdes de sabor para exportar. Los fines de semana con los pies tan cerquita de la tierra, anclando las raíces del alma en los zarcillos de la tierra, en las conchitas de la tierra, en el vientre de la tierra que a fuerza de mostrarnos sus tesoros (aquella hilera de hormigas que, a saber por qué motivo, queríamos deshacer metiendo el dedo en la huella hasta que la hormiga perdida encontraba el otro lado, la hormiga no es tonta, te lo dije, ¿lo ves?, y también mariposas, caracoles, lagartijas y ranas, pedazos de hojas y de flores para hacer un nidito dentro de la casa con todos estos palos) en el vientre de la tierra que, a fuerza de mostrarnos sus tesoros, nos empapó, nos labró, nos amasó, nos horneó, nos parió sobre el mundo y ante el mundo, aquellos fines de semana descalzos.

Estos lugares que encandilan cuando reaparecen, pasados tantos años, frente a nuestros ojos. Y sentimos un roce que tiembla debajo de la piel y la boca redonda de asombro, porque esta vaca es la tataranieta de aquella vaca. Y el estanque se ha convertido en un pozo de musgo. Estoy aquí, dices, palpando el suelo, hundes las manos en el barro. Estoy aquí, dices, y te entregas al retorno del tiempo, a los colores sin nombre, a las voces, al rumor de las montañas, al calor omnipresente de tu bendita zona tórrida y te encuentras, como siempre y como nunca y como antes, henchida, rebosante, de amor delante de este suelo que ha sostenido cada paso y su caída, cada paso y su caída, y su caída, cada paso hasta aprender a caminar.

Un día, lo recuerdas, preguntaste la palabra nómada y sucedió un relámpago. Sabías que tú también. Sabías que las raíces estaban en sazón para tu vuelo. Y cruzaste. Para tejer también amor con otros hilos y el corazón con sus anclas y sus rosas haciendo su pum-pum en ambos lados del mar. Dijiste soy de todas partes sintiendo que decías la verdad. Pero el retorno tiene olor. Y la misma mesa, todavía, aquella junto a la que levantabas los brazos, es testigo de otra hondura más adentro. De otra hondura. Más adentro. Volver. A la tibieza de quitarse, de nuevo, los zapatos y encontrar, sobre la hierba, la horma que acuna, la fuente en donde manan las semillas, el amanecer de los días azules, el canto. El motivo del canto.

©Catalina García García-Herreros

Bucaramanga, 24 de enero de 2020

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