El ser humano, cuando anda escaso de criterio propio, suele hacer suya con demasiada facilidad cualquiera de las muchas frases hechas que empleamos a diario. Más que el propio contenido del aforismo, suele cautivarle su mayor o menor sonoridad, lo bien que suena al oído. Si, además, se la oye a personas públicas -ya sean políticos, periodistas o tertulianos- razón de más para añadirlo al propio bagaje cultural. Es poco frecuente, sin embargo, encontrarse con alguien que disienta de cualquiera de esos lugares comunes, si no quiere ser tildado de retrógrado e inculto.
A la vista de recientes acontecimientos, hoy quiero analizar una de esas muletillas que todos habremos empleado más de una vez. Me refiero al consabido comentario que solemos hacer tras escuchar la sentencia dictada por un tribunal: Yo acato la sentencia, aunque no la comparto. Siendo sinceros, debemos convenir que muchos de los que pronuncian esa frase, por dentro está pensando: Acato la sentencia porque, si no lo hago, se me cae el pelo. Por supuesto que no seré yo quien imite al fanático Torra, pasándome por el arco de triunfo el sistema jurídico español. Lo que sí quiero manifestar es que, en este terreno, como en todos los que transita el ser humano, no existe la infalibilidad. Doy por sentada la competencia técnica y profesional de los encargados de impartir justicia, pero también sé que son de carne y hueso. Todos hemos conocido jueces expedientados y condenados, aunque es justo reconocer que siempre son la excepción. A la hora de redactar una sentencia, deben sobrar aquellos apéndices que complementan el sentido del fallo. Un uso partidista de esos "adornos" puede añadir un efecto contrario a la imparcialidad que se espera de todo veredicto.
Aunque haya quien no lo quiera reconocer, la sentencia del caso Gürtel, gracias a una frase hábil e innecesariamente incrustada en el fallo, fue el detonante que estaba esperando el PSOE para tocar a rebato con una moción de censura contra Rajoy. La propia Audiencia Nacional ha manifestado que los argumentos empleados por el magistrado de Prada eran innecesarios y, por lo tanto, su imparcialidad quedó comprometida.
La pretendida independencia del poder judicial en España ha nacido viciada desde el momento que los miembros de determinados organismos judiciales son elegidos por los partidos políticos, y no por su particular competencia. Es demasiado frecuente que, a la hora de sustanciar una sentencia, la disparidad de criterios coincida exactamente con la procedencia de los miembros del tribunal en cuestión. Ya es casualidad que entre todos los jueces propuestos por un determinado partido no haya uno solo que discrepe del criterio de los demás. Máxime cuando lo que se juzga nada tiene que ver con criterios políticos, y sí con principios simplemente contenidos en los códigos penales.
Otro de los aderezos que suelen emplearse para que las sentencias puedan añadir un plus de efectividad, es hacerla pública en el preciso momento que pueda beneficiar -o perjudicar- a una de las partes. Para evitar posibles conjeturas, toda sentencia redactada y firmada por los miembros del tribunal, nunca debería ver demorada su publicación. Aún está humeando la impresora que hizo pública la sentencia de los ERE, precisamente después de conocer el resultado del 10-N. Dejo al criterio del perspicaz lector la deducción de averiguar a quién beneficiaba o perjudicaba la elección de esa fecha. Lo mismo puede decirse del descarado retraso con que algún juez instructor ha llevado a cabo las actuaciones de esta causa, hasta conseguir la prescripción de los asuntos tratados. Esta clara maniobra -tan clara que se ha abierto una información- también ha servido para alterar sustancialmente el principio de oportunidad de la acción de la justicia.
Algo que también preocupa a quienes, como yo, desconocemos la "mecánica" del procedimiento establecido para garantizar la confidencialidad de las decisiones de los tribunales, es la excesiva frecuencia con la que se producen filtraciones anticipadas a los medios de comunicación. Siempre que se vulnera ese principio, algo ha fallado en la cadena encargada de su exacto cumplimiento. Supongo que la justicia tendrá establecida la norma para averiguar dónde se ha producido el fallo y exigir a quien corresponda la responsabilidad a la que se haya hecho acreedor. Sin embargo, o yo estoy muy equivocado o raras veces se encuentra el culpable. Sería muy triste que la razón de esa inoperancia hubiera que buscarla en el interés de quien estaba conforme con esa filtración.
En un alarde de desfachatez, o tal vez por un exceso de prepotencia mezclada con elevadas dosis de ignorancia, nuestro presidente en funciones quiso aprovechar las facilidades ofrecidas por un medio de comunicación muy próximo a sus propósitos para alardear de "dar de comer en su mano" al Fiscal General del Estado. Que el máximo responsable del gobierno esté dispuesto a saltarse a la torera la exigida independencia del poder judicial, define la escasa categoría política del protagonista. Pero, que no se produzca la inmediata comparecencia de los máximos responsables de ese poder para dejar bien delimitadas las líneas rojas que nunca deben sobrepasar unos y otros, da alas a quienes, desde el dentro y fuera de España, están poniendo en tela de juicio la independencia de nuestra Justicia.
El constante trasvase de jueces entre la justicia y la política -sobre todo cuando los caminos son de ida y vuelta- contribuye muy poco a fortalecer el carácter de independencia que debe resplandecer en ese tercer poder de todo estado democrático.
Por hacer realidad otro lugar común -aquel que habla de la mujer del César-, bueno sería que siempre se cuidaran al máximo esos detalles que, unidos innecesariamente a la esencia de todo dictamen, pueden alterar sus efectos de forma interesada. Cuando, a pesar de lo que está legislado, el poder judicial vea manchado su prestigio, todas las personas de bien verán con buenos ojos la inmediata reparación del daño causado.
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