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Entre el vaivén de su coleta rubia
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Entre el vaivén de su coleta rubia

Actualizado 15/11/2019
Redacción

A veces lo había soñado. El sueño oscilaba entre el espacio que dibujaba en el aire el vaivén de su coleta rubia.

De niña se veía de allá para acá, mirando por esos enormes cristales, allí sentada en una silla del salón, y balanceando sus piernas que, por entonces, no llegaban al suelo.

Imaginaba que era médico, yendo y viniendo a un hospital, entre la lluvia, e imitaba con su boca el ric-rac del limpiaparabrisas de un lado al otro acumulando agua en un lateral, para tener la vista despejada y poder parar en cualquier hueco disponible. ¡Qué suerte tenía, tan pequeña, y siempre aparcaba tan bien!

Fantaseaba viéndose llegar deprisa a dirigir la construcción de un edificio, sacando del maletero un casco amarillo que colocaba sobre su melena rubia, dando consignas entre planos, haciendo trazos más gruesos con un rotulador sobre las líneas finas ya diseñadas de una pared, de un tabique, para insistir en ese cambio que se debería tener en cuenta (entonces no existían las tabletas con esas aplicaciones de programas de arquitectura, tan cómodas).

Al día siguiente se creía profesora, con un montón de libros en "el asiento de al lado" (previamente rebuscados en las habitaciones de sus hermanos), que salía de allí dispuesta a explicar este o aquel tema previsto para ese día a sus alumnos, con un puñado de lapiceros de colores guardados en el bolso que le había prestado su madre para jugar.

También, a veces, colocaba una silla detrás de la suya, y en ella ataba con un cinturón de su padre a sus dos muñecos preferidos, sentados, y les advertía con un dedo avisador que se portaran bien y no se pegaran, que tenían que ir a hacer la compra al supermercado? Se situaba en su asiento, giraba los antebrazos, miraba a la lámpara, (que era el retrovisor), y echaba el freno de mano (el plumero). Y traía una bolsa de la cocina con un par de frutas diciendo a los muñecos que sujetaran todo bien, que podía caerse con las curvas. Cuando ya había aparcado en "el garaje de casa", volvía a colocar la fruta en la cocina, la bolsa en su lugar, el cinturón de su padre sobresaliendo del cajón (imposible de cerrar?), y las sillas? a? duras? penas? de vuelta a su lugar, porque ya se oían ruidos de platos y cubiertos sobre la mesa, y en nada la llamarían para comer.

Todos esos juegos de niña, todos esos sueños por los que le llevaba tan a menudo su imaginación, revolotean especialmente hoy por su cabeza.

No hay ningún casco, ni ninguna obra que dirigir. Ni tiene que explicar ningún tema a ningún corrillo de niños o adultos. No acarrea, arrastrando, ningún bolso de su madre, ni ha cogido libros a sus hermanos.

En el asiento de al lado está su ordenador, su cartera vestida con dibujos de mandalas, su abrigo rojo?

Su boca no tuvo que hacer esta mañana el sonido de ric-rac bajo la lluvia.

Piensa que hoy en el trabajo apenas se podía concentrar, y que ha tenido que revisar tres veces la agenda para asegurarse de que anotaba correctamente las reuniones, las entrevistas, todo lo programado?

Por fin llega a casa, lo deja tan bien alineado (desde niña ya se me daba muy bien aparcar, piensa sonriendo), gira y saca la llave, sale, nota que fuera huele a garaje y no a tapicería, se pone el abrigo, coge el ordenador y el maletín y se cuelga su bolso en bandolera. Con la otra mano, acaricia la tapicería y vuelve a sonreír. Cierra la puerta. Al presionar la llave, suena el cierre sin hacer ella ningún ruido con la boca. Se le pone una sonrisa muy amplia. Luego suspira hondo, y se ríe de gusto. Pasa el puño del jersey, que sobresale un poco del abrigo, por una mota que ve sobre la carrocería, mirando a los lados por si alguien la viera. Vuelve a sonreír. Da unos pasos para alejarse. Se para y se da la vuelta. Piensa: "¡¡qué bonito eres!!", "¡¡Guapo, más que guapo!!". Se ríe de nuevo, esta vez con carcajada.

Sus pasos se oyen en el garaje dirigiéndose hacia el ascensor. Se van dibujando amplísimas sonrisas entre el vaivén de su coleta rubia.

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