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Desde la experiencia
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Desde la experiencia

Actualizado 06/11/2019
Juan Antonio Mateos Pérez

La principal categoría de la finitud es el tiempo. Ser finito significa ser temporal. (Paul Tillich) Pero las sirenas tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que a

Más allá de las agitadas aguas del debate político y las elecciones a las puertas, estoy a vueltas con alguno de los libros publicados por el pensador y filósofo Joan-Carles Mèlich, de la Universidad de Barcelona. Sobre todo, me llamó mucho la atención su obra Ética de la compasión, libro que he utilizado en algunos de mis escritos en este blog. Es un pensador que se define metafísicamente agnóstico, pero éticamente cristiano. No cree en un primer motor inmóvil, pero sí en un Dios que enseña que la compasión y el perdón son la base del ser religioso. Un Dios que se abaja a cuidar a los heridos en las cunetas y nos enseña lo esencial en el camino de Jerusalén a Jericó.

Me detengo en dos o tres ideas de su libro Filosofía de la finitud, en el que quiere pensar la vida humana desde la finitud de su existencia. Un ser humano que siempre está en camino, pero siempre inscrito en un espacio y tiempo vivido. La finitud no es la muerte, sino el trayecto que va desde el nacimiento hasta la muerte. La finitud es la vida, la vida del ser humano que se sabe limitada y anclada en el tiempo y la contingencia. La muerte no forma parte de su finitud, sino de su condición humana, o más bien de una de sus condiciones.

Una vida vivida humanamente, es una identidad en busca de un sentido, siempre frágil, amenazado por el sinsentido. Desde la ausencia de sentido, la vida resulta invivible y por eso ha de ser narrada para que pueda ser fuente de sentido. Una narración desde la temporalidad del ser humano, desde la tensión entre el pasado y el futuro. La filosofía de la finitud es una filosofía de la memoria, pero también de la esperanza. La esperanza sin memoria está vacía, la memoria sin esperanza es ciega, comenta Mèlich

Vivimos en un mundo interpretado y, es por la palabra que los seres humanos nos instalamos en el mundo, un mundo que siempre es nuestro mundo. Pero situarse en el mundo es algo provisional, es necesario una recontextualización en función de cada momento de nuestra existencia. Sin la interpretación sería imposible instalarse en el mundo y no podría tener sentido. Todo debe ser revisado, porque los puntos de referencia que tenemos no son jamás definitivos. La interpretación, la recontextualización, la problematización, abarcan la existencia humana. Por eso el final de la interpretación es la muerte.

El hombre tiene necesidad de inventarse, de construirse, de llegar a ser. Interpretar es interpretarse, narrarse, inventarse. Pero toda interpretación debe ser revisable, la interpretación es infinita precisamente porque cada interpretación es finita. La interpretación nos permite transformaciones donde parecía imposible. Aunque el pasado no se puede transformar, si es posible transformar la relación que establecemos con él, nuestra interpretación del pasado. La interpretación o en terminología de Gadamer, la hermenéutica permite la utopía, el deseo de pensar que en el ser humano no hay nada totalmente definitivo, excepto la propia finitud. Que es esa tensión entre el nacimiento y la muerte.

Además del capítulo dedicado a la finitud del ser humano, me interesó mucho el que dedica al silencio. Para ello, parte del pensar de Wittgenstein, que declara en una carta a Ludwig von Ficker, que su obra más famosa el Tratatus, es un pensar ético. Comenta en la carta, que le hubiera gustado incluir en el libro una frase que dijera: "Mi trabajo consta de dos partes: la que se expone, y la que no he escrito. Y esta segunda parte, la no escrita, es la más importante". El pensador quiere mostrarnos los límites de la palabra humana y, nos enseña que lo más importante en la vida es lo inexpresable, aunque signifique que no se pueda transmitir. Así, el silencio no es estar callado, muestra lo imposible de decir. Para nuestro autor, Joan-Carles Mèlich, el silencio es el lugar de la ética.

Una ética que forma parte de lo "místico". La lógica habla del mundo, la ética no dice nada del mundo, es trascendente al mundo. Tanto la ética como la estética y la religión tratan de las cuestiones del sentido. La ética es la búsqueda del sentido último, no pertenece al mundo y de ahí la necesidad de guardar silencio. Con lo que el silencio abre un ámbito diferente, el ámbito más importante, al cual hay que darle otra voz. La ética no es la teoría del bien, sino la práctica de la felicidad, la respuesta al dolor, a la muerte, al drama de la vida, a la finitud.

El silencio muestra ausencia, carencia de algo, deseo constante, la tensión de la finitud humana. El silencio nos recuerda que nunca todo está dicho, y en cuanto todo no está dicho, nos obliga a buscar siempre los elementos que permitan construir puentes de acceso hacia nuevas posibilidades de ser y de hacer. Carles Mèlich reclama el retorno a una reflexión realizada con los elementos de la vida humana, desde la experiencia y no solo de la mera racionalización de esa experiencia.

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