Estaba cantado. Tanto estimular los ovarios tuvimos mellizos. Lo del niño era una obsesión de Pablo. Yo disimulaba con los amigos y conocidos como si a mí la maternidad me trajese al pairo, aunque quería tener un hijo, pero a él la verdad es que le traía por la calle de la amargura.
Tenía ofuscado el entendimiento. No sé si la obnubilación se debía a algún sentimiento frustrado de paternidad que llevase larvado desde la infancia, o a algún trauma que le cegase y le empujase a querer ser padre por encima de todo. Porque de sangre noble no era, ni tenía que dejar en herencia un título nobiliario ni una fortuna que se perdería de otra forma.
Quizá, nunca quiso reconocerlo, identificase la vieja idea de impotencia con esterilidad. Con tal amontonamiento de juicio visitamos las dos clínicas de maternidad-fertilidad que hay en nuestra ciudad y nos pusimos en manos de la que nos pareció más seria.
Los estudios confirmaron nuestra normalidad, a excepción de los caprichos de la naturaleza. El caso es que la falta de hijos le había perturbado durante los quince años que llevábamos juntos y cuando los periódicos análisis confirmaron mis sospechas y supo que estaba en estado de buena esperanza vio el cielo abierto. Por fin me había quedado embarazadísima, eso sí, de mellizos.
La gestación fue pesada con un barrigón que hizo perder el punto de gravedad y andar continuamente como levitando y con miedo a caerme. Igual que él aunque lo suyo era de pura satisfacción, porque seguía con su barriga cervecera que le creció varios centímetros por las continuas celebraciones con familiares y amigos para festejar la noticia del embarazo. El parto fue un parir y no acabar; dos por falta de uno, para que nos hartásemos.
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