Poco antes de las ocho de la mañana llega diariamente a mi escritorio el latido metálico de las campanas, anunciando el nuevo día desde las espadañas litúrgicas con rito de nostalgia medieval, envolviendo el aire en música broncínea a golpes de badajo.
Mientras hoy tañen las campanas a tan temprana hora de domingo, dejo a un lado los quehaceres y me recojo en un antiguo rincón de la memoria para evocar con dulce melancolía los solitarios paseos vespertinos entre los puentes del Limmat, cuando el pulso de los campanarios desplegaba música ceremonial por el cielo nublado de Zurich.
Sucedía cuando que la última hebra de luz pespunteaba delicadamente el horizonte al contorno encendido de los tejados y el guiño cómplice de las velas daba la contraseña al viento, convocándonos a todos bajo el cénit metálico de las espadañas.
Convergían entonces los puntos cardinales en el vértice acuoso de las ondas que la vibración dibujaba en la superficie del lago, y las campanas anunciaban a todos, sin palabras, que el tiempo discurría, rogando insistentes al reloj que hiciera una pausa.
Cantaba con voz grave la verde catedral iluminada, respondiendo desde la otra orilla San Jacob y algo más lejos San Pedro, latiendo junto a ellos en la imaginación del paseante la gran campana de nuestra catedral, solidaria con aquella armonía de repiques atardecidos.
El hermanado pentagrama de bronce abría de par en par esclusas nostálgicas, precipitándose torrencialmente la vida entre las rendijas de los balcones hasta el pórtico de entrada, redimiendo lágrimas temblorosas en la pupila del emigrante herido, que destilaba añoranza tras los visillos.
Todos iban de camino hacia el secreto taciturno que desvelaba el campanario, sin advertir las últimas novedades en la Vía Láctea, ni darse cuenta de la noticia imprevisible acechaba presagiando un desplante de la vida.
Con ceremonial mansedumbre se alineaban las gaviotas en la barandilla festoneando el lago, y abandonaban los gallos las veletas para dar paso a nuevas alas que coronaban el templo volando sobre las cúpulas, mientras las estrellas descendían al borde marino de las violetas pidiendo la redención de las cartas y circundaban el aire las notas del campanario alertando a los cisnes que desperezaban ceremonialmente su cuello junto al muro.
Era entonces, y solamente entonces, cuando la verdad sencilla quedaba al descubierto y se teñía el alma de recuerdos en las campanillas eucarísticas, cuando los monaguillos marcaban desde el altar los momentos litúrgicos, las mujeres cubrían sus cabezas con velos, se ocupaban los reclinatorios y largas colas ribeteaban los confesionarios.
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