Greta Thunberg tiene dieciséis años, es una niña todavía, por muy adulta que se crea o se lo hagan creer. Hasta hace cuatro días y medio era una ciudadana solo conocida en su barrio de Estocolmo, por sus familiares, amigos y compañeros de clase, hija de una cantante de ópera que tuvo que dejar su carrera para ocuparse de ella cuando fue diagnosticada de Síndrome de Esperger y de un actor, pero de la noche a la mañana colgó los libros, las actividades deportivas, las fiestas propias de su edad, para defender nuestro planeta del tan cacareado cambio climático y se convirtió en la voz de todos los jóvenes del mundo, en esa voz que todos los viernes los invita a dejar las clases para sumarse a sus huelgas, a sus manifestaciones, a su lucha, y su discurso pronunciado en tono de cabreo, de orden, de amenaza, ante la Cumbre del Clima en las Naciones Unidas cargado de frases rotundas, impactantes, contundentes con las que les has sacado los colores a todos los líderes mundiales le multiplicó por mucho el número de admiradores como cabía esperar. ¿A quién no le gustaría decirle en su cara a los gobernantes las verdades del barquero? Pero bastó observar sus gestos, su mirada, sus pausas y analizar cada una de sus frases para que surgieran las dudas: ¿Quién financia sus viajes? ¿Quién organiza los actos? ¿Quién hilvana sus elaborados discursos? Y ante la evidencia de que alguien, se supone que con el consentimiento de sus padres, la está manipulando, surgieron los "odiadores", que no es que no estén de acuerdo con lo que dice, es que no aprueban que los niños sean utilizados para resolver los problemas que crean los adultos.
Personalmente no me encuentro ni entre los admiradores ni entre los "odiadores". A su edad lo normal es que todos queramos cambiar el mundo, pero los verdaderos héroes son los que consiguen que el mundo no los cambie a ellos, y siguen luchando por el bien de todos aunque hasta los jóvenes se tomen la libertad de llamarlos inmaduros.
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