Hablo a los castaños y les sugiero, en voz tan baja que apenas oyen, que vayan vistiéndose de otoño.
Abro los ojos espantada por el terso verdor de sus copas, por las nostalgias sin florecer, por los cuerpos sin abrigo, por este eterno verano.
Voy corriendo a los abedules, les susurro al oído que se doren, que dejen fluir sus ocres entre las hojas? Inútil tarea.
Paseo entre las acacias. Las invito a amarillear, las animo a ponerse una ropa naranja? Sutil fracaso?
Los fresnos apenas tornasolan sus colores; exhiben las gamas, en toda la extensión de verdes? Caso omiso.
No sé cómo hablar con los álamos, a ellos cómo dirigirme?
No entiendo su lenguaje.
El hayedo me cuenta historias de clorofila estimulada por el sol. Me habla de luz que va apagando sin prisa su intensidad y va haciendo, con la voz calmada del tiempo, amarillear los contornos de las hojas.
Me susurran los olmos su falta de agobio, su eternidad y su pausa serena. Ante este vasto horizonte, los añiles del cielo amenazan con no cambiar de aliento.
El borde de una hoja se empeña en entrar por la ranura de mi sandalia.
La vida se sienta en un banco poniendo cara de dulce espera.
La sonrisa volcada de la luna esparce reflejos contenidamente brillantes por el parque.
Necesito recogerme, perderme entre las primeras páginas de un libro que insisten en juntarse, necesito mecerme en una historia al aroma de una taza humeante, preciso con urgencia repasar el horizonte, pasar lista a cada árbol, y ver que comienzan, obedientes, a lamer sus hojas con lenguas amarillas, que el sol pierde fogosidad y muta a la paleta incesante de los ocres, que los cielos aminoran su intensidad y se dejan acariciar por la neblina, que tengo un tiempo eterno para acabar un relato, para disfrutar mentalmente de un sueño, sentir un beso en la cara, una mano en la espalda, citas y reencuentros.
Los árboles evitan la batuta del concierto.
Otoño sin ocres.
Otoño desierto?
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