El aire de La Glorieta, que molestaba en el primero como un demonio, se detuvo a veces para ver cómo brotaba de lo hondo el toreo puro y profundo de Diego Urdiales
El aire de La Glorieta, que molestaba en el primero como un demonio, se detuvo a veces para ver cómo brotaba de lo hondo el toreo puro y profundo de Diego Urdiales. El toreo.
Que veinte años no son nada, dicen. Veinte. Veinte años ha tenido que esperar Salamanca para ver debutar en La Glorieta a un torero que marca distancias con los demás por su pureza, por su verdad, por su belleza y su hondura. Un torero en maestro que sublimó el toreo con el que abría plaza, con el viento en contra, vertical, sabio, torero.
Que por qué soy de Diego Urdiales no necesita explicarse. Basta una tarde como hoy en una plaza para vivir, para sentir, que cuando Diego Urdiales se abre de capote o cuando clava las zapatillas, dándole incluso todas las ventajas al toro, vamos a asistir a una lección de cante grande, de cante jondo.
Hermosísimos de estampa y hechuras, los toros de Montalvo tuvieron desigual suerte en el sorteo. Me hubiese encantado ver al importante quinto en otras manos, dándole la distancia y encontrándole sitio. Me hubiese gustado que exprimiesen las buenas condiciones del lote de Ginés Marín, que no encontró su sitio hasta las series finales.
Los aires nuevos de Pablo Aguado, pura seda, puro terciopelo con el capote, que firmó dos faenas desiguales con pasajes de mucha altura, no fueron capaces de borrar los ecos del toreo grande, redondo, eterno de Diego Urdiales, que no pudo abrir de par en par la puerta grande de La Glorieta porque el cuarto dijo que no y era que no.
Luego dicen que veinte años no son nada.
Fotos de Pablo Angular