Uno de estos días pasados, nos asaltaba una ensoñación: veíamos en las calles de nuestras ciudades que iban desapareciendo todo tipo de comercios y de tiendas y que iban siendo sustituidos por otros nuevos establecimientos comerciales en los que solamente se vendían audífonos.
Tal vez, la ensoñación esté motivada y sea debida a que, en nuestros trabajos de campo por el mundo rural salmantino, leonés y zamorano, nos encontramos cada vez más ancianos y ancianas (que son quienes albergan aún la memoria de las tradiciones orales y de la vida rural antigua) que llevan audífonos, porque pierden audición, si es que no se quedan totalmente sordos.
Es un hecho que está ahí y que es observable, a poco que nos fijemos en los demás, sobre todo en las personas mayores. Tal fenómeno puede estar motivado, posiblemente, por el envejecimiento de una sociedad como la nuestra, debido también a la longevidad de la población. Y no olvidemos que España es uno de los países del mundo con más altas expectativas de vida y mayor longevidad de sus habitantes, al tiempo que uno de los que cuentan con una tasa de natalidad más baja. Lo cual terminará produciendo un estrangulamiento poblacional, en el que posiblemente ya estemos.
Pero, más allá de las ensoñaciones y de los audífonos, vivimos en una sociedad ensordecida por los ruidos de todo tipo. Como mediterránea y sur-europea, nuestra sociedad es excesivamente ruidosa. Los ruidos no solo se producen a lo largo del día, sino que también, por desgracia, se prolongan ?en una falta total de respeto hacia el sueño y el descanso de los demás? a lo largo de la noche.
Y ese estar viviendo entre ruidos continuos, entre voces, gritos, tonos altos, fragor de artilugios y de máquinas, de motores de coches?, nos lleva a un total ensordecimiento a todos.
Hemos perdido la facultad de escuchar a los demás, de atenderlos, de percibir lo que dicen. Hemos perdido la capacidad de atender. Vivimos desperdigados y distraídos. Se habla, en el mundo pedagógico y en el de los psicólogos, de lo que llaman 'déficit de atención', que no solo padecen los niños, adolescentes y jóvenes, sino también los adultos.
¿Nos estaremos convirtiendo en una sociedad ensordecida y desatenta, que ya no escuchamos a los demás, que hemos perdido toda capacidad de estar a la escucha de lo que dice el prójimo, al tiempo que no es capaz de atender aquello que de verdad importa?
Otra ensoñación que nos gustaría tener, para borrar de nuestro imaginario los terrores de una sociedad sorda y llena de audífonos, sería la de unos ámbitos urbanos en los que las gentes hablan y conversan entre sí, de un modo lento y demorado, sin apenas ruidos de fondo, en atmósferas atentas.
Una sociedad en la que también el silencio volviera a tener prestigio y a ocupar ese lugar destacado, tan necesario para que el mundo psíquico humano se consolide y se manifieste.
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