En mi último comentario me aventuraba a predecir el final del pleno de investidura de Pedro Sánchez. Por una vez, había bajado la guardia y olvidado las facultades del protagonista. Estaba convencido de que, al final, estaría dispuesto a vender su prestigio y la esencia de nuestro ordenamiento constitucional por el plato de lentejas que le asegurara su prórroga en la Moncloa. Toda la tramoya montada para el espectáculo, las descaradas reuniones a tumba abierta y la aparente convicción exhibida por el aspirante presagiaban un final cantado: habría acuerdo de última hora. Esta vez debo entonar el mea culpa. Nobleza obliga. Haciendo gala de su especialidad, ha vuelto a tomar el pelo al personal diciendo una cosa y haciendo otra. Ahora estoy convencido de que Pedro Sánchez tenía un nudo en la garganta, temeroso de que, al final, la Cámara aprobara sus planteamientos y verse en un gobierno con gente difícil de manejar. Ha estirado la cuerda al límite, pero con cuidado de no romperla. Así se explica el súbito cambio de tono en sus réplicas a Pablo Iglesias. Si de verdad hubiera querido aliarse con él ¿qué se lo impidió? Tenía que ofrecerle la zanahoria para, acto seguido, enseñarle el palo. Se ha desgañitado pregonando la imperiosa necesidad de poner en marcha un gobierno, pero sus métodos sólo han convencido a sus diputados y al compañero del pintoresco Sr. Revilla. Ni los independentistas, que tantas esperanzas habían depositado en el momento, se fiaron de él. Lo único cierto es que, ante los ojos de todo el mundo, los partidos políticos de España, a lo largo de todo un año, han sido incapaces de elegir un gobierno. No se puede tentar a la suerte. Tanto tiempo de indecisión acaba por torpedear la economía. Ya han comenzado los primeros síntomas. Por otra parte, el serio problema de Cataluña no sólo permanece enquistado sino que los independentistas siguen desafiando al Estado y Pedro Sánchez no dijo ni pío en el Congreso. Con esa actitud ¿alguien se fía de él?
En declaraciones efectuadas tras su segundo fracaso, asegura que aspira a presidir el Gobierno, pero no a cualquier precio. Eso suena muy bonito pero, hasta el momento, sus actuaciones demuestran lo contrario. Si ahora alguien piensa que dice la verdad, es posible que vuelva a equivocarse.
El actual mapa político español mantiene una clara mayoría de ciudadanos partidarios de nuestra Constitución que, como todo lo humano, siempre es susceptible de algún retoque en aspectos muy puntuales. El resto, son personas inclinadas a un cambio radical, fruto, en unos casos, de sus aspiraciones independentistas y, en otros, de sus rancias ensoñaciones marxistas y anticapitalistas. Con este panorama, intentar gobernar con los anti constitucionalistas, equivale a estar abocado al fracaso. Allí donde se ha intentado -véase el ejemplo de Grecia- el desastre ha sido total. Pedro Sánchez -que será mentiroso, pero tiene muy claro lo que quiere- sabe que, fuera de la denominada derecha, la única fuerza política que cuenta con un número interesante de escaños es Unidas Podemos. Cualquier intento de llegar a La Moncloa pasaría hoy por la compañía de los podemitas. El problema es que Pablo Iglesias no se corta a la hora de declararse partidario de una reforma profunda de la Constitución, y Pedro Sánchez, aunque no haría ascos a determinadas reformas, no se atreve a reconocerlo. En cualquier caso, para sacar adelante su política, cada gobierno necesita el apoyo de una mayoría que, en la actualidad, Pedro Sánchez estaría muy lejos de alcanzar. Ahí puede estar el quid de la actitud un tanto ambigua que ha mostrado el aspirante en esta ocasión. Por un lado, había que dar muestras de una perentoria necesidad de conseguir un gobierno y, por otro, había que mover los hilos para que eso no sucediera.
La posible justificación de esta postura habría que buscarla en la generalizada opinión de que, ante unas posibles elecciones, uno de los partidos que mejoraría sustancialmente su número de escaños, sería el PSOE. El posible aumento de una veintena de diputados, concedería a Sánchez un plus de poder del que ahora carece. Podremos salir de dudas si, cuando llegue septiembre, Pedro Sánchez no ha conseguido los apoyos necesarios para garantizar su efectiva investidura. Esa será la prueba del nueve.
Puestos en lo irremediable de unas nuevas elecciones, todo apunta a que nos veríamos abocados a una situación muy parecida a la actual. Los vasos comunicantes lo son siempre en la misma parcela. Los votos de izquierda o derecha se mueven siempre dentro de sus ambientes. Difícilmente un podemita votaría al PP, o uno de VOX al PSOE.
La solución al problema, tal como se lleva a cabo en otras latitudes tan demócratas como la nuestra, consiste en grandes coaliciones que aglutinan partidos conservadores y socialdemócratas. Esa posibilidad fue siempre descartada por Pedro Sánchez. Eso sí, en un alarde de funambulismo, no se corta lo más mínimo afeando a los partidos que podrían facilitarle la tranquilidad de un gobierno estable el hecho de que no estén dispuestos a facilitárselo gratis et amore. Si por una vez en su vida fuera sincero, no tendría necesidad de "montar" el numerito de los raposos guardando el gallinero. Le va la marcha porque, en su desmedida ambición, pretende enmascarar su completo alejamiento del poso democrático que siempre adorno al PSOE desde que nos hemos dado esta Transición.
Al final, es tan grave el atolladero en que se encuentra Pedro Sánchez que todas las salidas que ha intentado han fracasado. Ahora sólo fata que, para que se salga con la suya, las consecuencias no tengamos que pagarlas entre todos. Si no es capaz de alcanzar los apoyos necesarios sin contravenir la ética, mejor que abandone el intento y elija el camino menos traumático.
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