Empezábamos a las cuatro y media, de madrugada. A esa hora, los pájaros abrían el espacio de la noche llenando la oscuridad de perspectiva. Daba lo mismo caminar con los ojos cerrados: para orientarnos teníamos que escuchar. Seguir avanzando en línea recta y reconocer los cantos. La instrucción era atravesar la zona de los trinos birirí birirí, hasta encontrar el graznido de las gaviotas. Estas madrugaban menos y así nos daban tiempo de hacer el trayecto: una hora de sendero sumergido en el bosque de pinos, en esa arcilla con aroma a vida masticable. Nuestras células, todavía somnolientas, anhelaban el golpe de ese olor a pulpa, a árboles vibrando su erotismo hermafrodita, rozando sus raíces por debajo del mantel de hierba sobre la que pisábamos nosotros. Cada verano había la misma fiesta: las clases de aprender a bucear, las clases de remo y de velero. Aquello era, sobre todo, divertido. Encontrar el horizonte de las olas haciendo sus primeros ejercicios, estrenando el rosado, abriéndose. Las gaviotas buscaban desayuno y hacían círculos en torno a las canoas de los pescadores. La casita era pequeña, de madera, y allí nos apuntábamos: Tatiana prefería las velas, Rodrigo, la escafandra, yo, los remos. Nos uníamos, así, a los demás y pasábamos descalzos la mañana, con la piel salada y exultante.
Pase lo que pase, no sueltes el remo, decía el instructor. Tienes que aprender a controlar la barca y, para controlarla, tienes que saber desde el principio a dónde vas. El mar es ancho y se hace inhóspito a medida que te alejas de la playa. El mar adentro es un antagonista, no dejará que pienses que lo has tenido fácil, te retará. Pero nosotros éramos adolescentes y escuchábamos a medias lo que el instructor decía: queríamos meter las manos en el agua, salpicarnos los unos a los otros, ver los peces asomándose, desinteresados. El remo pesaba. Yo estaba sentada a la izquierda del bote y, por eso, debía batir con la derecha, manteniendo firme la izquierda con el peso equilibrado hacia adelante. Pase lo que pase, no sueltes el remo. Sin remo no hay dirección y sin dirección nos quedamos dando vueltas hasta que nos encuentren.
Sucedió en un instante. Una gaviota, excitada por el brillo del reloj de Danilo, se abalanzó sobre nosotros y hubo un revuelo de gritos y de risas. Casi todos bajamos la cabeza para protegernos el rostro con las manos. Solo Danilo conservó el remo en su sitio, la gaviota le había caído justo encima, pero él fue capaz de no ceder. Así quedó nuestra mañana de domingo, a una hora de trayecto mar adentro desde el pequeño muelle y siete de los ocho remos hundiéndose. La anécdota fue breve. A fin de cuentas, todos teníamos chalecos flotadores y el instructor, un aparato de radio. Vinieron a buscarnos enseguida y esa noche tuvimos algo que contarnos. La lección vino después (mucho después). Porque aquel día no hubo tiempo para el rigor de la intemperie: traíamos bocadillos, gafas de sol y las bebidas, estábamos de acampada haciendo amagos de aprender a estar en lo difícil, pero sin estarlo. La lección del remo llegaría mucho después, con los viajes y los años.
Aquella vez, el instructor le dio las gracias a Danilo por su coraje, por haber estado concentrado en la única cosa con la que se había comprometido: no soltar el remo, no soltarlo.
El remo pesa y su peso es tan fastidioso como un reloj despertador. El remo es áspero, igual que la superficie de la mesa de trabajo de la que decides no alzarte. Soltar el remo es renunciar a llegar a alguna parte y entregarse al vaivén de las olas, ahora porque hace mucho frío, mañana porque hace calor, pasado mañana porque será domingo. Soltar el remo es cansarse, echar la culpa al jefe, al conductor que ha lanzado un bocinazo, a las altas temperaturas, a las manifestaciones, a la ausencia de manifestaciones. Soltar el remo es dejar para mañana, acumular facturas encima de la mesa, temblar un poco antes de abrir los sobres. Soltar el remo es desatornillarse los segundos y dejarlos caer, como piedritas, del corazón a los zapatos.
Hace dos días tuve noticias de Danilo. Es renombrado director de orquesta y pasa por aquí de gira. Nos saludamos con alegría y la conversación, como sucede con los amigos de marras, vuelve a sedimentarse en el pasado: ¿te acuerdas de aquel día de la gaviota?, le pregunto. Me dice que sí, que recuerda haber estado al borde de un ataque de pánico. ¿Y cómo pudiste no soltar con el revuelo que hubo? No lo sé, me contesta, tal vez porque era mi deber. Lo dice así, mi deber, y la frase se ahueca, rimbombante, como en una película en blanco y negro con sus cartelitos decorados. Pasan dos o tres segundos antes de darme cuenta de que está hablando en serio. ¿Tu deber, Danilo? Quiero decir ?contesta? mi responsabilidad.
Cuando Danilo se despide (tiene que atender un par de entrevistas antes del ensayo), me quedo un rato más en el café para hojear el periódico. Las páginas están llenas de ruido, de insultos, de acusaciones, de exigencias, por ninguna parte encuentro la palabra responsabilidad. Ya nadie la escribe (siento en el pecho un picotazo de nostalgia). Ya nadie la enseña (al menos no sin miedo de ser denunciado). Ya nadie la viste con orgullo porque no está a tono, porque no es suficientemente progre. Y así nos va. Con los remos sueltos.
Salamanca, 19 de julio de 2019
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