Estamos solos. No podemos conocer y no podemos ser conocidos. SAMUEL BECKETT, Proust «Y algunas veces suelo recostar / mi cabeza en el hombro de la luna / y le hablo de esa amante inoportuna / que se llama soledad» SABINA, Joaquín La s
Vivimos en una sociedad que está marcada por lo que Nietzsche llamó el "crepúsculo de los dioses" o "el desencantamiento del mundo" en palabras de Max Weber, donde las fronteras de lo racional e irracional son definidas de una forma nueva. Hace años atisbó el giro racionalista cientifista de la sociedad, quedando el hombre a la intemperie del misterio y todo lo transcendente. Estos pensadores nos hablan de un desencantamiento de las imágenes de nuestras sociedades, dejando lastre de todo lo que va más allá de lo físico, el misterio humano y divino es sustituido por la seguridad y el poder que ofrece la ciencia y la técnica. Pero este desencantamiento como vaticinó Weber, está teniendo un alto precio, que es la pérdida de sentido, creando un escenario de un politeísmo de los valores.
El mundo desgarrado y gris del nihilismo por la pérdida de valores, han llevado al desencanto y a la deshumanización. El olvido del sentido de transcendencia en el misterio del hombre nos está conduciendo a un vacío existencial. Nuestras sociedades consumistas y satisfechas se pierden en la banalidad, todo da igual, incluidas las relaciones entre los seres humanos que cada vez son más leves y efímeras. En ellas sobreviene la soledad del individuo, desarraigado de la sociedad en medio de una solidaridad débil, también líquida y posmoderna.
La soledad forma parte de la historia de la humanidad, es una vivencia del alma. El ser humano no solo es un ser social, necesita replegarse sobre sí mismo, tomar distancia para encontrar el significado profundo de su existencia. Ese trabajo interior y de silencio es imprescindible para vivir más a fondo la compañía, para poder amar más profundamente, también para abrirse a la trascendencia.
Pero aquí nos estamos refiriendo a la soledad impuesta, que se ha incrementado profundamente en los países más ricos y en las grandes ciudades. Algunos pensadores están advirtiendo que se avecina una epidemia de soledad en nuestro mundo deshumanizado. La persona que vive la soledad impuesta, percibe un profundo sentimiento de melancolía, tristeza, incluso de vacío interior, que le lleva a un profundo dolor e insatisfacción, no soportable durante tiempos prolongados. Este sentimiento de soledad es peligroso para la salud, puede generar depresión, angustia, hostilidad e incluso demencia.
A la pérdida de transcendencia y de una solidaridad debilitada, podemos añadir el envejecimiento, la reducción del número de matrimonios, el menor número de hijos, la pérdida de vínculos familiares, etc. Entre los grupos de mayor riesgo están los ancianos, solos y casi abandonados en las grandes ciudades. Cuando las redes de familiares, amigos, vecinos, se rompen o desaparecen, el anciano se convierte en un individuo frágil y mucho más vulnerable que puede quedar arrastrado al abandono y al olvido. La soledad viene acompañada de una sucesión de pérdidas, como el trabajo, capacidades físicas, pérdida de status social, pérdida de amigos y familiares de la propia generación, que provoca una profunda crisis de identidad. El sentimiento de soledad es mayor cuanto mayor es la situación personal de dependencia.
Muchas personas mayores pasan horas encerradas en sus casas, unas casas vacías de familiares y amigos, solo aliviados por el televisor, el teléfono, la radio o las redes sociales si saben manejarse en ellas. En las olas de calor del verano muchos ancianos fallecen por deshidratación; además, cuando alguno de ellos muere encerrado en su casa, pueden pasar días o semanas sin que nadie les eche de menos. ¿Quién no ha visto, en ocasiones, a un anciano que, al pagar en el supermercado o en algún otro lugar público, estira ese breve momento y trata de entablar conversación, mientras otros miran molestos, sin imaginar que quizás ese breve intercambio vaya a ser el único diálogo de esa persona hoy? (J. M. R. Olaizola).
Según los expertos, en la soledad no buscada, sobre todo cuando se prolonga en el tiempo, disminuye nuestra empatía y aumenta el egoísmo. Un mal compañero de viaje. Las personas en soledad tienden a centrarse en sus propios intereses, en su beneficio, que hace insostenible cualquier tipo de relaciones sociales y provoca un mayor sentimiento de soledad, un círculo difícil de romper. Por otro lado, como hemos comentado, nuestras sociedades líquidas han debilitado los vínculos comunitarios de solidaridad, reciprocidad y apoyo mutuo, sin crear otros nuevos.
En este tema todos tenemos que estar implicados, creando espacios de acompañamiento y ayuda para las gestiones diarias más sencillas, como la compra de alimentos o medicamentos o las gestiones bancarias. El Estado, la familia, las instituciones autonómicas y locales, también las instituciones sociales que luchan contra la exclusión, deben implicar a los barrios y a los vecinos más cercanos, creando espacios en los que se pueda desarrollar estrategias de fortalecimiento individual, grupal y comunitario ante la soledad no deseada. Para dialogar y superar las barreras del aislamiento y la soledad pudiendo evitar todo tipo de exclusión social.
No se debe excluir a las parroquias, ya que son lugares privilegiados y cercanos para detectar la situación de muchos de nuestros ancianos, que asisten o han asistido a sus celebraciones y catequesis, manteniendo vínculos con la comunidad. En los locales parroquiales, también son buenos lugares, apoyados por la acción de Cáritas, para la relación de estos ancianos. Es claro que las nuevas generaciones de hombres y de mujeres estarán cada vez más solas, debemos desarrollar nuevas formas de sociabilidad que permitan superar la soledad no deseada y evitar el aislamiento y la exclusión. El silencio mana soledad. En nuestras sociedades envejecidas es una prioridad y una implicación de todos, a veces, unas palabras en un momento de conversación pueden hacer mucho bien y es una forma de solidaridad.
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