Lituania es un tesoro que guarda Europa en uno de sus pequeños arcones del desván. Cabe allí porque es discreta y amable. Modesta en su vistosidad y, sin embargo, orgullosa de mostrarse de vez en cuando. Cuando las circunstancias se acomodan, por ejemplo, y un activo decano de la Facultad de Derecho de la más antigua universidad de la región decide muy generosamente acoger a un gran grupo de colegas, que por su mano gentil ya se han convertido en amigos queridos; además de numerosos estudiantes franceses, alemanes y hasta ucranianos, que desde sus respectivas lenguas saltan a las otras con una agilidad de pasmo, intervienen con comentarios lúcidos e improvisan como si fueran ya arraigados oradores.
¿Por qué es un tesoro? Pues es una joya de unos pocos millones de habitantes, que han conservado un complejo idioma que según dicen los entendidos tiene unas impresionantes coincidencias con el sánscrito, con lo que es un instrumento útil para la reconstrucción del mítico indoeuropeo. Hay teorías, incluso, por las que se afirma que los pueblos indoeuropeos originarios vendrían de estas tierras llanas y extremosas. Como la ignorancia me lo permite por lo que tiene de atrevimiento, hasta lo pongo en duda, pues tengo evidencias de que los pueblos desplazados son los que conservan los arcaísmos y las esencias. Pero no puedo afirmar que sea regla general, con lo que ?salvo que alguien nos ayude- nos quedamos como estábamos.
Aparte de unas aldeas que conservan aún las casas de madera a medio descuidar, se nota una pujanza envidiable. Se ven mejoras, industrias, autopistas, edificios nuevos que complementan bien, en diálogo fecundo, con los sorprendentes barrios antiguos de las principales ciudades, con sus iglesias de un blanco impoluto que debe confundirse con la nieve en los meses invernales y que ahora reflejan con descaro su claridad manifiesta. Vilnius es ciudad pequeña en la que lo ideal es perderse, y volverse a encontrar al rato en una calle ornada de faroles que dan la luz justa para crear un ambiente entre medieval y moderno, porque es una ciudad vivísima, con terrazas en donde se bebe cerveza de la tierra, kvas y vodka, cómo no.
¿Por qué tan desconocida? Con su historia compleja, con sus apariciones y desapariciones en los mapas políticos, tuvo no sólo la mala fortuna polaca, de estar situada entre dos gigantes, sino además la de ser actriz secundaria incluso respecto a Polonia. Pero uno se sorprende cuando ve en lugares destacados estatuas de Adam Mickiewicz y de Cezlaw Milosz (valgan los errores de transcripción y echemos la culpa al teclado?), por nombrar a los más famosos, que uno tenía por polacos del todo. Es tierra de transición en la gran llanura europea al norte de los Alpes y los Cárpatos en la que sería difícil distinguir, si no nos fijáramos en los detalles, Alemania de Polonia, Bielorrusia de Polonia, Polonia de la mismísima Rusia, que queda a tiro de piedra, porque no olvidemos que por estas rutas pasa la más directa que une Kaliningrado con Moscú. Y algún lector se dará cuenta de que Kaliningrado no es más que el nombre ruso que se sobrepuso al de la noble Königsberg de Kant y de la ilustre Universidad Albertina.
¿Y las circunstancias que se acomodan? Las circunstancias no se acomodan solas, aunque a veces lo parezca. Algunos genios de la benevolencia tienen la virtud de atraer voluntades y de engarzarlas en proyectos productivos. El año pasado Salamanca con su octavo centenario fue excusa para un encuentro entre juristas occidentales y orientales, todos europeos, que constatan cada año que es más lo que une que lo que separa a los pueblos de este maltrecho continente. La Universidad del edificio de los trece claustros, justo enfrente de la Presidencia de la República, en el centro de la ciudad báltica, recogió el envite y creó el ambiente propicio para la amistad y la reflexión común. Si los vientos nos son favorables, en ello seguiremos, aunque no sea en Lituania.
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