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Memoria mía
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Memoria mía

Actualizado 20/05/2019
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Cuando llega el crepúsculo se acuerda de su padre. Dice que tiene que irse a su casa, porque no puede llegar tarde. La va a reñir si no llega a su hora. La congoja se transparenta por su cara con arrugas claras y firmes. Las canas bien peinadas. Ella en la silla de ruedas donde ha pasado el día, calmada. Y ahora ha llegado el desasosiego, con el caer del sol.

Vino su hijo a comer, su hijo único y no lo reconoció. Es lo peor que lleva quien ha estado decenas de años a su lado, quien fue criado con mimo inusual, como inusual era en esa época no tener hermanos. Se comía ensaimadas de ración todas las mañanas, como si fuera de familia rica, y toda la vida pasteles que su madre le llevaba hasta a escondidas. Y ahora ve a una persona extraña, ignorante de que lo llevó en su seno durante nueve meses.

El hijo se acuerda de cada detalle, pero su cariño no le permite comprender que ella lo mire y sienta cierta desconfianza hacia quien siempre estuvo pendiente de él, más allá de lo imprescindible, mucho más de lo necesario. Afortunado hijo con su madre cerca.

Colocó la silla a su lado mientras comía, para seguir sintiendo la presencia física, y hacerse la ilusión de que todavía quedan rastros que permitan identificarlo. Por lo menos ella está tranquila, ha visto que este señor no pretende hacerle daño y que, aunque ella ya comió pronto, como era su costumbre cuando era autónoma, su hijo le acerca algo de comida de su propio plato, cosas que sabe que le gustaban, y que ahora pueda comer ya sin dentadura, con sus encías finas y delicadas.

Cuando este hombre se fue, al bar y luego al trabajo, ella quedó contenta y se puso a cantar los cuplés de su tiempo, cuando la actualidad venía toda por esa radio grande de madera, que ocupaba toda la mesilla y que a ratos se oía medianamente y a otros peor. Pero de ahí aprendía las canciones picaronas que siempre le hicieron gracia y que ahora le vienen a trompicones por esos recovecos caprichosos de la mente.

Se inquieta por esos que vienen a comer. Tragaldabas. Se comen todo lo que se les ponen y no traen nunca nada. Aprovechados. Una pareja joven y una niña pequeña que andan como si estuvieran en su casa. Se habrá visto mayor descaro? Pero la niña qué bonita, con su cabeza pelona, su cara y sus mofletes. Tiene un parecido a no sabe quién, que le resulta familiar. No recuerda que es la familia de su único nieto.

Cómo le hubiese gustado tener una niña. Ponerle lazos y vestidos. Pero le tocó un único hijo y un único nieto. El hijo al que adoraba y al que no reconoce. Un nieto al que acogió con resignación, aunque repitió que le hubiese gustado tener niñas. Nunca sabrá que tiene tres bisnietas y ningún bisnieto. Las injusticias de la naturaleza imperfecta. De todo esto ni se acuerda.

Es su nuera la que, sin hablar, mientras cose a su lado rememora lo que fue y lo que no ha sido. Entretanto la anciana juega con unos tubos de plástico, haciéndolos sonar en una monótona cantinela, simple y decadente, mientras no es capaz de poner en orden los rezagos de la memoria.

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