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¿Después del 28A qué?
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¿Después del 28A qué?

Actualizado 01/05/2019
Manuel Alcántara

Entre las distintas funciones que se asignan a las elecciones hay dos más sobresalientes: canalizar la representación y formar gobierno. Sobre ambas cabe aproximarse teniendo en cuenta datos concretos o especulaciones más o menos fundadas en determinadas evidencias.

Las certezas que traen consigo los resultados de los comicios del domingo confirman buena parte de aspectos conocidos del sistema político español enraizados desde 1979 o derivados de la profunda brecha abierta tras las elecciones de 2015: los desajustes en la proporcionalidad del voto por mantener la provincia como circunscripción (el PACMA es el 9º partido en número de votos y, sin embargo, se queda sin representación habiendo cinco partidos con menor número de votos que sí la han obtenido); una participación electoral relativamente estable con picos históricos entre el 67% y el 77% y ahora del 75,8%; la diferenciación del voto en Cataluña, el País Vasco y, en menor medida Canarias, Galicia y Navarra, con el resto de España; el incremento de la fragmentación con un número efectivo de partidos que no deja de crecer. Pero ¿hay algo más preciso del comportamiento del electorado fuera de la aparición de un nuevo partido a nivel nacional?

Desde un análisis agregado del conjunto español se registra un empate perfecto en torno a 11.200.000 votos (43% del electorado) de quienes depositaron su confianza en el PSOE y UP, por un lado, y en PP, Cs y Vox, por otro. Ello evidencia una división del país en torno al eje izquierda-derecha que, sin embargo, debe matizarse de acuerdo con la intencionalidad real del voto. Aspecto pendiente hasta que se conozcan estudios poselectorales que indaguen en las razones del voto. No obstante, se cuenta con las proclamas de los candidatos en los momentos álgidos de la campaña electoral que centraron la máxima tensión de los debates en el espinoso tema identitario y obviaron, por ejemplo, de hablar de Europa. Si algo unificó el mensaje del PP, Cs y Vox fue el grito de "la ruptura de España". Este escenario ha tenido su contrapartida concreta en el País Vasco donde ninguno de los tres obtuvo representación, caso inédito en su historia y para el resto del estado.

Así, y siempre desde la perspectiva de la representación, el electorado ha testimoniado el profundo embrollo en que vivimos. En un marco de competencia centrífuga donde hay tres claros ganadores en el ámbito estatal (PSOE, Cs y Vox) y uno en el autonómico (ERC), con respecto al bagaje electoral cosechado en 2016, hay dos lecturas políticas sobre las que centrar el debate en el futuro inmediato. La primera se refiere a la posibilidad, hoy quimérica, de construir un espacio en el centro del espectro político. La segunda se engarza con el abordaje del tema obsesivo de la política española que no es sino su vertebración territorial y la aceptación de la complejidad de la superposición de identidades múltiples junto con la exacerbación del componente nacional. Este atraviesa, en unos sitios más que en otros, el sentimiento de pertenencia a una determinada comunidad política.

II

En los regímenes parlamentarios como el español la ciudadanía elige a representantes conformadores del Congreso que eligen al gobierno que durante toda la legislatura estará sujeto a la confianza de aquel. Durante las cuatro décadas de la reciente historia de la democracia española el partido político que obtuvo la más alta votación siempre conformó el gobierno sin que ello supusiera, no obstante, tener en todas las ocasiones una mayoría suficiente que le asegurara estabilidad en la legislatura.

De hecho, ha habido más gobiernos en España sin apoyo mayoritario en el Congreso (8) que los que contaron con el mismo (5). Frente a la tradición europea nórdica de realizar alianzas entre grupos políticos que configuraran gabinetes compuestos por miembros de los partidos integrantes de las mismas, en España las coaliciones han sido meramente programáticas. Esto es, los gobiernos monopartido de turno recabaron el apoyo puntual de otras formaciones a cambio de avanzar en políticas y legislación afines a los intereses de estas.

El momento actual repite un escenario que ya es conocido y que es más que probable que reitere su andadura. Hay tres elementos que acompañan a la falta de tradición española (en el nivel estatal) con respecto a la gestación de un gabinete de coalición. El primero tiene que ver con aspectos vinculados al sistema de partidos que combina, además del eje izquierda-derecha, dos formatos en lo relativo al ámbito de su actuación: hay partidos de ámbito estatal y otros de ámbito autonómico, entre estos los hay de carácter estrictamente autonomista y otros de sesgo nacionalista con concepciones fuertemente identitarias que en el caso extremo pueden llegar al independentismo. La mezcla de intereses generales con otros de tipo particular, sumada a la tensión izquierda-derecha, hace muy complejo el establecimiento de plataformas de trabajo en común.

El segundo se refiere al escenario actual en que se encuentra la política española donde "el asunto catalán" todo lo impregna, de modo que los diferentes actores se posicionan de forma antagónica con respecto a las distintas maneras de abordarlo. La virulencia de este es tal que contamina cualquier otra política articulada en torno a cuestiones sociales, económicas, medioambientales o de relaciones internacionales. Un gobierno monocolor puede actuar en estos frentes conformando alianzas de naturaleza programática con sus eventuales socios temáticos. Tras los últimos comicios, el PSOE tiene los mismos escaños que obtuvo el PP en 2016, siendo el guarismo más bajo (123) con el que partido alguno conformó gobierno. El éxito o fracaso de Pedro Sánchez estribará en su capacidad de llevar a cabo esos pactos.

Finalmente, está la cultura política de las elites, allí la confianza es un valor fundamental. Un gobierno de coalición tiene en la confianza a su principal instrumento articulador. Sin embargo, y aunque no haya una evidencia sólida al respecto, es muy cara en la política española. Sentar en el Consejo de Ministros al contrario bajo relaciones de lealtad es una asignatura pendiente que hoy no es fácil abordar.

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