POR ENRIQUE GRACIA TRINIDAD
Sabía yo de su excelente prosa y de su versátil visión del mundo, sobre todo a través de sus artículos que leo con frecuencia y devoción.
Pero confieso que me picó la curiosidad. Alguien que me había atrapado con sus artículos bien podría hacerlo con una novela que además tenía el gran mérito, para mí mala condición novelera, de no ser muy larga.
Es un libro que se mueve en el terreno de lo poético, en las costas de la fantasía, en el territorio del sueño, en las playas de la melancolía, en los predios de la pérdida, en las calles del aprendizaje interior, en las barriadas de los paraísos perdidos (sean bíblicos o de cualquier otra estirpe), en las montañas de los deseos...
Esta novela tiene mucho que ver con un sueño que Costa tuvo de muy joven cuando se imaginó en una isla que era un estado independiente donde él hacía lo que le daba la gana. Estaba entonces en Villanueva de Arosa, viviendo con sus tíos en una casa con un magnolio al lado, por si les sirve de pista de lo que van a leer.
De allí fue surgiendo el hombre apasionado por el arte, por el cine, por la música; el hombre que detesta a los especialistas pedantes porque sabe que las cosas hay que vivirlas y no ser un entendido sobre ellas; el hombre que está seguro de que la Literatura sirve para vivir más intensamente la vida, el hombre que no puede dejar de escribir porque para él es como respirar, el hombre viajero infatigable por más de 50 países, cronista certero que siempre mira a la cámara circunspecto y de medio perfil como un retrato de Rembrandt; el hombre que vive con una sirena colombiana; el hombre libre que no se interesa por las ideologías, el solitario completo que puede por eso criticar a los unos y a los otros; el hombre que no está dispuesto a tragarse las chorradas del marketing ni la falta de reflexión de los twits ni la comida de diseño de los restaurantes sin tradición con un plato enorme y una ración exigua.
Me llamó mucho la atención que sea una huída dentro de otra huída, un refugio dentro de otro refugio un huevo donde esconderse en otra escondida nada menos que por Finisterre, y donde aparecen el mágico San Andrés de Teixido y el vino de Cambados, de Golconda, de Barrantes, de Borgoña, de Alsacia, del Rhin o del cisterciense Alvariño (esto de los vinos va a tener que mirárselo), y la música de Chopin, y un anillo comprado en el Rastro madrileño, donde ahora estamos, y los libros de Rilke, de Christina Rossetti de Emily Dickinson...
Un refugio que a las primeras notas hechiceras de un piano empieza a pudrirse lentamente porque todo se pudre y todo renace y todo vuelve a ser. Un refugio, un huevo, dentro del cual (se lo dijo una niña al oído) Antonio Costa sabe cómo decir todas las cosas.