Consideróme ciudadano futbolero del fútbol, es decir, persona que disfruta viendo el adiestrado manejo colectivo de un cuerpo esférico hueco, manejado por un equipo de veintidós pies que tratan de burlar hábilmente a once pares de botas contrarias, ejecutando regates, controles, pases y acrobacias propias de quienes dominan el esférico con las extremidades inferiores. Pero de ahí no paso.
Quedarme en esa antesala no solo me facilita gozar siempre del espectáculo, sino que además me protege de risas y llantos; abrazos y reproches; celebraciones y silencios; fiestas y funerales; al no cruzar la línea roja de compromiso con un club concreto, pues mi contrato es con el fútbol-espectáculo como deporte complaciente cuando es bien practicado por un equipo cualquiera, sin tener en cuenta los colores del mismo, ni la localidad que le da nombre, ni la nacionalidad, ni aspecto alguno que apellide al club,
Ello me evita los disgustos adicionales que contemplo en amigos y amigas partidarios de una escudería concreta. Y me reafirma en la convicción de que quienes tienen que gozar o sufrir con los resultados son los beneficiarios del negocio: jugadores, entrenadores, directivos y periodistas afines que se dejan la garganta en las televisiones y los dedos en el teclado del ordenador, escribiendo con dolor o satisfacción la crónica de lo sucedido en la pradera de juego.
La futbolmanía que se apodera de fanáticos seguidores abducidos por camisetas de diferentes colores, conduce a inhumanos ataques de violencia física que se están prodigando como hongos otoñales en difentes palestras futboleras, donde unos descerebrados espectadores, directivos y/o jugadores se transforman por obra y gracia de un pitido y/o del resultado, en verdugos de quienes silban contra su voluntad, meten goles o aplauden jugadas de la cuadrilla opuesta.
Espectaculo lamentable de abducción futbolera, que provoca aplausos de los aficionados a balompedistas defraudadores en la puerta de los juzgados; enajenación mental transitoria que induce a dirigentes futboleros a noquear en el campo a miembros de la pandilla opuesta; matonismo que faculta a mafiosos para exhibir revólveres en la cintura sobre la hierba donde deberían estar pastando; y demencia colectiva de aficionados que se agreden mutuamente, destrozan mobiliario urbano, humillan a los mendigos y provocan a los pacientes y resignados policías con gestos e insultos merecedores de cargas que los espantaran allende las fronteras de la civilidad y el deporte.
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