Hace unos días paseaba por las calles de mi barrio cuando, a lo lejos, oí un sonido que me llevaba a mi infancia. Seguí caminando en la dirección de donde provenía ese sonido y volví a escucharlo, ahora con más nitidez; se trataba de una especie de escala musical que iba del sonido más grave al más agudo e in mediatamente se repetía al contrarío. Tras esa musiquilla se oía una voz que aún no era capaz de entender, pero que podía imaginar. Me acerqué y al volver una esquina, me topé con el hombre. Se acercó el chiflo a los labios y ahora sí, ahora lo escuchaba sin lugar a dudas y su voz atronó en mis oídos y en mi mente, ¡el afiladooooor! Y alargaba la o hasta que la garganta no podía más. A su lado, una bicicleta, que mediante un sencillo artilugio mantenía su rueda trasera sin contacto con el suelo. El hombre pedaleaba y hacía girar la piedra de afilar. Al acercar los cuchillos, o las navajas, o las tijeras, saltaban innumerables chispas, las famosas chispas que, cuando yo era niño y el hambre se paseaba con plena libertad por nuestros pueblos y ciudades, se decía que servían de alimento al perro del afilador. Tanto era el hambre que pasaba, el pobre animal, que aquellas chispas era lo único caliente que tenía para comer. A mí me encantaba enfrentarme a esas chispas y salir airoso del desafío después de que rebotaran en mi pecho.
Andaba yo sumido en estos recuerdos, cuando un hombre y una mujer se acercaron al afilador y se encararon con él.
La gente que pasaba, al oír aquella disputa, se iba acercando. Al poco tiempo se había formado un círculo de curiosos que rodeaba al afilador y a los dos inquisidores. El pueblo, al oír que el afilador era franquista, enseguida tomó partido y empezó a gritarle: ¡criminal, facha, dictador?! al tiempo que pedían que se prohibiera un oficio tan peligroso como ese.
Sin saber cómo ni de donde, empezaron a proliferar pancartas con eslóganes, como "Afilador, traidor", al tiempo que el círculo, en claro tono amenazador, se cerraba cada vez más.
Intenté mediar y me dirigí a la pareja que en todo ese desaguisado llevaba la voz cantante y que tenían apabullado al pobre afilador.
No me dejaron terminar mi argumento.
No habíamos terminado la conversación, cuando se presentaron dos agentes de la autoridad. La pareja hablaron con ellos y los agentes procedieron a detener al afilador y dar órdenes a la apisonadora, que venía tras ellos, para que pasara por encima de la bicicleta y la destruyera. Metieron, lo que quedó de ella, en una furgoneta y se lo llevaron al desguace, donde su recuerdo desaparecería para siempre de la memoria de los ciudadanos, dejando de ser un peligro para la sociedad.
Al pobre afilador, se lo llevaron esposado entre los insultos de la multitud.
La pareja agradeció a todos los presentes su apoyo y abandonaron el lugar, con el orgullo y la satisfacción de haber prestado un gran servicio al pueblo.
Al día siguiente, volví a pasear por la misma calle. La paz y la normalidad reinaban de nuevo. Un corrillo de hombres discutía animadamente. Me paré un instante para saber de qué hablaban.
La verdad, no sé qué será de nosotros como sigamos así.
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