Triste noticia: los tribunales de justicia de Florida (Estados Unidos) ratifican la pena de muerte para Pablo Ibar, el español que lleva veintiséis años en el corredor de la muerte. Afortunadamente no todo está perdido, todavía hay posibilidades legales de salvar su vida. Ojalá que el trabajo de sus abogados y la presión de todas las fuerzas políticas y demás apoyos recibidos por parte de los ciudadanos consigan que se anule esa sentencia y se celebre un juicio civilizado, porque al margen de que no sea tan inocente como dicen sus abogados, ni tan culpable como dicen los tribunales, la pena de muerte nunca es el resultado de un juicio justo.
La pena de muerte es una de esas barbaridades que ya debería estar abolida por completo en todos los países. Este método de castigo para lo que los defensores de ella llaman "hacer justicia" es totalmente inútil. Los datos ya han demostrado que su aplicación sólo consigue multiplicar el número de asesinos. Uno de los factores que intervienen en este fenómeno es el que detrás de cada condenado hay una familia que se ve abocada al odio, el odio conduce a la venganza, la venganza al desprecio, al deseo de hacer daño, a matar. Los seres humanos no siempre somos buenos porque lo somos contra toda circunstancia, a menudo lo somos porque no hemos tenido la necesidad de cobrarnos maldades extremas. Yo misma tuve una amiga que era una persona educada, culta, sensible, y hace unos años, ante la sorpresa de todos, fue condenada por planificar minuciosamente el cruel asesinato de su marido y ayudar con toda la frialdad del mundo a que se cometiera en su propia casa. A esto hay que añadirle otro factor infinitamente más grave: es la pena que más posibilidades tiene de serle aplicada a personas inocentes, porque en lo que haya pobres, negros, migrantes, extranjeros, personas marginadas en definitiva, siempre habrá alguien idóneo para pagarle las culpas a un rico, miembro de una familia respetable o socialmente bien mirado, y de hecho, aunque el dinero es la mejor tapadera de todo lo malo, casos ha habido que han salido a la luz. ¿Cómo puede asimilarse con generosidad una injusticia de tal magnitud? Pero hay otro razonamiento tan o más poderoso todavía: los estados están obligados a proteger a todos los ciudadanos sin excepción y quitarles la vida no puede dejar de ser un delito por mucho que sus leyes lo llamen justicia.
Esto no quiere decir que a los asesinos haya que ponerles altares para que el resto de los mortales sigan su ejemplo. Ni mucho menos. Nadie tiene derecho a disponer de la vida de sus semejantes, y quien se tome estas libertades debe recibir su castigo, pero nunca utilizando métodos en los que se convierten en asesinos los que ejercen la justicia porque eso no es otra cosa que volver a tiempos de los que el género humano sólo tiene razones para sentir miedo y vergüenza.
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