Es un placer ver cómo le habla a su perro naturalmente como a una persona o personilla, si es pequeñajo y con jersey o bufanda. Y hay que suponer que el perro de alguna manera le contesta y sigue la conversación con su amiga. No me atrevo a decir, como se decía antes, con su ama; eso sería perrofobia o quizá más culto canofobia, porque un perro no es un esclavo, como ahora un esclavo no es un esclavo ni un negro es un negro. Es un animal de compañía, que ahora también llaman mascota, pero yo creo que es algo más, mucho más: tiene su personalidad y sus derechos. Porque los perristas, quiero decir las sociedades protectoras de animales y otros colectivos similares, que recogen animales abandonados y por supuesto, los defienden de cualquier agresión, lo que me parece muy bien; y allá cada uno si le hace la cama en el sofá o lo mete en su propia cama. Somos libres. El único recelo que tengo es que me pueda morder alguno de esos que van sueltos y sin bozal, y cundo lo miro me parece que ponen cara de perro y, bueno, como no entiendo de razas de perros, sin ser racista uno puede pensar que le pueda morder porque de momento yo creo que es más fácil que un perro muerda a un hombre que un hombre a un perro. Y he pensado si acaso llegará un día en que las leyes den los mismos derechos a los perros que a los seres humanos, o quizá más (a lo mejor ya lo soñó Darwin). ¿Y por qué? Pues sencillamente porque los políticos oyen sólo a los que salen a la calle a pedir algo a gritos, aunque sean pocos. Y a veces hacen leyes para los pocos que gritaban y se olvidan de los millones que no salen a la calle a gritar. Nuestro filósofo J. L. Vives en su obra antropológica La concordia y discordia del género humano dice que "los hombres tienen tan viles las almas que el ofendido por un perro y por un hombre duda más en matar al perro que al hombre". La verdad, creo que Vives en este caso era un poco pesimista en cuanto a su concepto del ser humano.
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