La política en España, tras una feroz dictadura que afectó a varias generaciones, se articuló en un régimen político definido por la Constitución de 1978 que proveyó estabilidad, facilitó razonablemente la convivencia, alcanzó cierto grado de desarrollo y progreso, y procesó convenientemente los conflictos. Sin embargo, el desgaste del régimen, coincidente con una severa recesión económica, ha supuesto la necesidad de un cambio profundo que distintos sectores demandan.
Dos han sido los problemas políticos más relevantes y complejos acaecidos en el último lustro: la cuestión catalana y la crisis de la representación que ha golpeado profundamente al sistema de partidos. Los medios de comunicación especializados, así como la academia, vienen dando cuenta de ellos continuamente, con rigor, en la mayoría de los casos, y en un clima, a veces demasiado angustioso, de inveterado pesimismo.
Pero hay un hilo conductor que enlaza a sendos problemas que está enquistado en la denominada clase política que en España se pasa por alto y que me produce singular zozobra: la actitud arrogante de algunos de los principales actores involucrados. Se trata de algo que, al tener que ver con la actuación cotidiana del quehacer político por parte de sus agentes principales, debería recibir mayor atención. Esto sucede, en concreto, con el síndrome de Hubris, una afectación en clave de exacerbación de la arrogancia en los políticos, en tanto que individuos vinculados con la posesión de poder, que termina teniendo serios efectos en su comportamiento con consecuencias nefastas.
Son célebres los estudios sobre autócratas como Benito Mussolini, Adolf Hitler y Mao Zedong, pero también sobre demócratas como John F. Kennedy, Richard Nixon o Margaret Thatcher. Ese proceder es sinónimo de orgullo, presunción y prepotencia, aspectos que la literatura especializada adjudica a los afectados por el referido síndrome y que casan mal con valores afines a la democracia. Es clamoroso que sean enfermizamente arrogantes responsables de la conducción de la cosa pública, bien sea en tareas de gobierno o de representación.
Hoy la arrogancia campea por doquier. Al comportamiento habitual de Carles Puigdemont y de Quim Torra (no de Oriol Junqueras), se ha sumado ahora un sector relevante de la izquierda; un espacio especialmente sensible que no debe sucumbir a una pose arrogante. En efecto, la reacción en Podemos ante la discutible decisión de Íñigo Errejón de ensanchar su base electoral como candidato en la Comunidad de Madrid, además de demasiado ruidosa, ha caído en la más grotesca petulancia. Impropia, porque si Pablo Iglesias estaba de baja, como bien se ocupó de airear cuando la tomó, ¿por qué debía ser el portavoz del partido como si no hubiera orgánicamente una segunda instancia? Impertinente y engreída, por el secretario de Organización, Pablo Echenique, quien, textualmente, afirmó con malvada estulticia: "yo dimitiría, pero de algo tiene que vivir [Errejón] hasta las elecciones de mayo". La nueva política acoge entonces a políticos profesionales enfermos de arrogancia que dicen darse de baja y que están convencidos de que el gremio está solo para vivir de la política.
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