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Historia de una deuda
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Historia de una deuda

Actualizado 19/01/2019
Fructuoso Mangas

Soy de pueblo. Y de pueblo pequeño. Y además hijo de labradores de medio pelo. Y la pequeña historia que sigue no le interesará a nadie, pero las conclusiones que de ella se desprenden son, me parece a mí, de interés general para todos y de particular interés para cada uno. Por eso la escribo aquí.

Mi educación primera tuvo lugar en la escuela del pueblo, con el maestro, don Alfredo, y también el cura, Don Luis, porque yo era monaguillo. En realidad fue él quien con el consejo del maestro y el consentimiento gustoso de mis padres me trajo al seminario.

Y al seminario menor, con cinco años intensos, le debo buena parte de mis hábitos y no pocos de mis saberes. Por eso título estas líneas como historia de una deuda que fui contrayendo durante aquellos cinco años.

En el seminario descubrí la amistad como relación personal positiva y fiel, hasta el punto de que mis amigos actuales, después de setenta años, siguen siendo los que tuve en el seminario. Esta trama de amigos me ha acompañado toda la vida y la sigo manteniendo con especial dedicación. Es una herencia que vale millones en valores.

También aprendí la disciplina en la vida como actitud general, la puntualidad como exigencia colectiva, la acomodación a lo común como valor que hay que promover entre todos, el sacrificio personal en aras de intereses comunitarios. Y no hace falta aludir a los valores religiosos y cristianos que, no sin dificultades, me fueron educando en la fe cristiana; entre ellos doy especial importancia a la educación en el silencio, en la meditación y en otros niveles ascéticos, a veces muy en contra de los gustos y tendencias normales de un adolescente, pero cuyos efectos positivos los he comprobado más tarde de forma muy clara.

Recibí también en el seminario menor el amor a la literatura, de forma que más tarde esa afición ha continuado a lo largo de toda la vida. No deja de ser hoy para mí una sorpresa que como ejemplo extremo de esa afición, fuera capaz de leer ya en cuarto de bachillerato, tomando abundantes notas incluso, el grueso tomo de Menéndez Pelayo sobre la Historia de las Ideas Estéticas en la Literatura Española, cuyas notas guardé durante años y que demostraban una lectura cuidadosa y con especial rigor. Ese amor por la lectura y por todas las manifestaciones artísticas (fueron especialmente atractivos los pasos en el mundo del cine y del teatro) me han durado y condicionado toda la vida.

Me gustaría añadir, como un valor importante recibido, la observancia de la disciplina del trabajo y del trabajo bien hecho. Es cosa que se aprende con un costoso esfuerzo y hasta con cierto rechazo lógico, pero que con el tiempo y a corto plazo muestra ventajas importantes para muchos aspectos de la vida. Y ese entrenamiento "laboral" hay que ponerlo también en el haber del seminario menor, aun con tropiezos de disciplina y quebrantos de obediencia.

Y no puedo dejar de recoger algo que no me es fácil concretar: desde mis primeros años de estudio crecí en actitudes de juicio y de crítica hacia lo que veía, aprendía y recibía; no sé concretar pasos, evolución ni alcance real en aquellos años. Incluso había cierto espíritu de independencia, que no llegaba a rebeldía, ante superiores y ante la misma Iglesia, sin que acierte a concretar mucho más, pero que se manifestaba en muchas acciones, incidentes, desobediencias, críticas y similares que en esos años ya se iban manifestando sin especial problemática. Esta actitud, con todas las rebajas y su relativo valor al menos en mi caso, se ha mantenido siempre activa hasta el día de hoy.

Y es de justicia reconocer que todo eso no me rebajó la estima y la valoración positiva de toda la educación recibida en el pueblo, de forma que siempre la he tenido en mucho y como una ventaja humana y cultural de indudable valor. El seminario menor no sólo me añadió unos valores morales y culturales, sino que respetó siempre los aspectos positivos de la herencia popular, aunque se juzgara la estancia en el pueblo en vacaciones como un peligro y una experiencia que despertaba ciertas sospechas por sus riesgos para la perseverancia en la vocación sacerdotal.

En todo caso y sin necesidad de entrar en detalles concretos, lo cierto es que el hecho de ir al seminario daba al momento unas capacidades humanas y culturales frente a los demás compañeros del pueblo, que demostraban bien a las claras las ventajas con las que jugaba el alumno del seminario. Sin olvidar que en mi cayo, como en el de la mayoría, no habría podido estudiar sin la ayuda del seminario por carecer de medios económicos para hacerlo por otros caminos.

Es indudable que muchos aspectos, sobre todo de detalle, de la vida del seminario menor resultan hoy cómicos y hasta faltos de sentido, pero es un juicio injusto hecho desde época muy distinta y con unos criterios culturales y morales muy distantes. Suele ser un juicio algo grosero, demasiado superficial y sin perspectiva histórica. El balance general y definitivo es claramente a favor de lo vivido en aquellos años. Y yo estoy enormemente agradecido a lo que recibí y compartí durante los cinco años de bachillerato en el seminario menor. Allí nació y de allí me viene lo mejor que tengo y hasta los mejores fundamentos de lo poco que soy. Doy fe.

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