Un tercio de la vida lo pasamos durmiendo. Es un promedio que cubre periodos de malas rachas con otros de placidez, gente hiperactiva ve compensada el alejamiento de la cama por los dormilones a quienes siempre se les pegan las sábanas. Ajenos al mundo de lo consciente acumulamos miles de horas que son pasto del imperio de los sueños. Existencias paralelas de las que muchas veces somos ajenos pues al despertarnos o no recordamos nada o simplemente lo que reconocemos que soñamos se desvanece al instante.
En distintas sociedades y en diferentes épocas de la humanidad la gente compartía el reposo, las familias pernoctaban juntas, los trabajadores se hacinaban en espacios comunes, una práctica que sigue estando vigente. Solo muy recientemente, y vinculado con la disminución del tamaño de las familias y el mayor número de habitaciones en las viviendas, pernoctar tuvo un componente íntimo. Pasar la noche con alguien se convirtió en muchos casos en una secuela de un lance amoroso que podía tener un carácter episódico o bien configurar un pacto de larga duración.
Compartir noche tras noche el mismo lecho fue siempre una de las señales de máxima confianza posible entre los seres humanos, una cercanía en la que cualquier intermediación desaparecía y la desnudez se enseñoreaba a la hora de definir la relación que definía a los integrantes del grupo. En la medida en que el tamaño de este se fue reduciendo el trato fue adquiriendo un significado peculiar.
En la pareja se construyó un escenario particular que, idealizado por el romanticismo, terminó configurando el marco más habitual para una notable mayoría de quienes nos rodean. Dormir juntos supone estar acompañado de otra persona ese tercio vital durante el que se le da la quietud sumisa de quien está inerme, entregado y desamparado. Pero a la vez presume la existencia de un propósito común, de una confidencia incuestionable, que solo la entrega mutua hace posible. Únicamente los sueños permanecen ajenos a la introspección de la pareja.
Sin embargo, hay una inveterada peculiaridad en el dormir que afecta a la concordia de las noches compartidas: roncar. Acabo de oír una historia al respecto, afectada como consecuencia de las nuevas tecnologías y su posibilidad de uso por parte de cualquiera, que me ha dejado perplejo. Mi amiga, harta de no poder dormir por los ronquidos de su pareja, tomó la decisión de grabarle con el móvil en un momento de especial furor de sus bramidos. Al despertarse le contó lo que había hecho y sin esperar respuesta le puso la grabación.
Lo que pasó a continuación nunca lo pude imaginar. Su compañero, tras un gesto de incrédula curiosidad, se sumió en un profundo silencio que fue pórtico de una densa tensión que le llevó a un estado depresivo. Lejos de un armonioso acopio de silbidos o de una acompasada respiración profunda lo que escuchó fue un destemplado sonido, sin cadencia alguna, brutal. Un exabrupto desconocido que de inmediato le hizo sentirse miserable, rompiendo a llorar desconsoladamente.
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