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Los muros cotidianos
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Los muros cotidianos

Actualizado 16/01/2019
Juan Antonio Mateos Pérez

La identidad de Europa está en la compasión con las víctimas, pues ellas son portadoras de la única universalidad rigurosa. Reyes Mate El Dios crucificado es el que se ha aproximado a los heridos del camino hasta identificarse con ellos, para mostrarles

Los seres humanos son los únicos que levantan muros, abrazando la indiferencia y la mediocridad existencial, lugares malditos donde reina la tristeza y la injusticia. El final del siglo XX, con la caída del Telón de Acero de los países comunistas y el muro de Berlín, parecía alumbrar un nuevo amanecer, un mundo abierto de barreras donde primaba más construir puentes que levantar muros.

Se ha impuesto en nuestras sociedades la "nuda vida" (Agamben), un muro no solo físico, también político y cultural despojando a gran parte de la humanidad de todo derecho de ciudadano, de todo derecho a tener derechos. La raíz del descarte está en el miedo y la indiferencia. Miedo al mundo moderno cambiante y en movimiento, miedo a un final no definido, donde las certezas y los pilares más sólidos parecen haberse difuminado en la modernidad líquida y precaria. Todo cambia de un día para otro como un rayo que no cesa, somos conscientes de que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre, creando una realidad líquida e invertebrada.

Ante el miedo y los muros que separan, es necesario revelar esta realidad, de tantas personas atrapadas en las fronteras, de tantos excluidos y arrojar luz sobre la humanidad herida, dando rostro al sufrimiento de tantas mujeres y hombres. Sufrimiento no solo por la pérdida de derechos o la limitación de movimientos, también por la situación en la que pueden quedar muchos inmigrantes, que pueden caer en las redes de los traficantes de seres humanos.

Muchos son los muros que nos separan, podemos subrayar aquellos que son más visibles: El muro de Belfast en Irlanda, que separa a nacionalistas católicos y protestantes unionistas; Ceuta y Melilla, freno para todos los migrantes africanos que quieren llegar a Europa; Irak y Kuwait, una cerca electrificada de alambre de púas y muros de arena, separan a los dos países después de la invasión de Saddam Hussein; India y Pakistán, ambos países se disputan el territorio de Cachemira, un volcán a punto de estallar, además de la alambrada que separan a los dos países; la isla de Chipre, dividida entre grecochipriotas al sur y turcochipriotas, así como propia capital, Nicosia; Corea del Norte y del Sur, una barrera desmilitarizada, pero en el ojo de mira de los misiles nucleares; Israel y Cisjordania, otro muro de la vergüenza que impide el libre tránsito de los palestinos.; Arabia Saudita e Irak, entre alambradas y púas un territorio donde opera a sus anchas el Estado Islámico; Sahara Occidental, Marruecos construyó un muro de piedra, alambres de espino y minas personales para proteger lo que considera territorio; Estados Unidos y México, un muro de la exclusión propio de la vergonzosa política de inmigración del presidente D. Trump.

Cualquier migrante más que ciudadano de la casa común, es apátrida o sin papeles, entre tantas barreras y vallas que separan a los hombres del mundo, arrojados a muchos más allá de sus hogares, sino de las leyes humanas y divinas. Son los que no cuentan, que podemos ser cualquiera y, al no contar, pueden ser descartados más allá de toda objetivación ética o religiosa. Como apuntaba Kant, la humanidad global puede ser el paso más importante que el hombre podría dar en nuestro planeta, una unión de la especie humana a través de una ciudadanía común, con una ética de la hospitalidad, como primera regla de conducta en esa casa común.

La globalización es imparable, vivimos desde hace años una nueva realidad, aunque totalmente prevista. Los grandes maestros del pensamiento comentan, que se nos presentan cuatro grandes tendencias que darán un gran giro a nuestra realidad y al mundo en el que nos movemos: el envejecimiento y desaceleración del crecimiento de la población, la caída del PIB global, el incremento de la inmigración y la urbanización.

La inmigración es la que más incertidumbre está creando, derivado de la gran diversidad étnica y cultural. Pero, como la urbanización o el envejecimiento, son realidades consustanciales a la vida globalizada en la que estamos inmersos, realidad que como la incertidumbre no es un mal, se puede superar ahondando en conceptos como la verdad o la evidencia. En este mundo "desbocado" donde todo cambia con gran rapidez, debemos descubrir lo esencial del ser humano, y apostar por aquello que nos humaniza, a pesar de la realidad imprevisible y líquida.

No solo la hospitalidad parece necesaria para tender puentes, sino promover e integrar a todos, los de dentro y los que vienen, promoviendo y defendiendo los derechos que supone defender a la persona en su integridad. En esta defensa se deben incluir todos los aspectos de la persona, como la lengua, la cultura, sus tradiciones, recursos e iniciativas económicas, como también la dimensión religiosa. Cualquier país, si realmente desarrolla los derechos centrados en la persona, tiene la obligación de asistir a todos los que se desplazan por su territorio. Bien sea una serie de servicios mínimos de salud y humanitarios.

En la urdimbre de esta globalización desigual, debemos contribuir al desarrollo de la justicia, sin miedo y sin silencios, promoviendo tres vías de actuación: La vía política, social y cultural. Estas tres direcciones se deben empezar por el fortalecimiento de la institución de ciudadanía, como la promoción de una vecindad habilitante y al fortalecimiento de la fraternidad. Desplegando una cultura de la solidaridad, que se traduce en la creación de redes comunitarias que visibilicen, protejan y acompañen a los más necesitados y movilizar a todos en la defensa de la justicia global, los derechos humanos y la dignidad de las personas.

Los cristianos, desde el crucificado, debemos estar siempre atentos ante el clamor de todos aquellos que sufren. En la cruz, Jesús reveló a un Dios que sufrió en su propia carne el sufrimiento, el pecado, la mentira y la injusticia. La parábola del buen samaritano está constantemente desafiando a la humanidad, el prójimo no es el caído, es el que se aproxima al necesitado, es el que se hace cargo del otro que nos necesita. No es una parábola más, según Jesús, es la que mejor expresa lo que es ser verdaderamente humano. ¿Acaso éstos no son hombres? (Montesinos). La ética de la compasión, más allá de la buena conciencia, quiere hacerse cargo de la inhumanidad del otro (Reyes Mate).

Los muros cotidianos | Imagen 1

Muro entre India y Pakistán

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